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“…eso que llamamos destino y que no es sino una serie de actos en los que perseveramos en la misma dirección.”
Perderse. Annie Ernaux.
En estos días leía que amar a alguien era querer morirse con esa persona, querer morirse juntos. Y eso no es algo que se prevé, que uno se imagina cuando piensa en el amor. Es simplemente algo que se siente cuando se ama. Una de esas cosas que desvanece su absurdo ante la imposibilidad de concebirlo de otra manera. Ideas que antes no hacían parte de la vida y que uno empieza a contemplar a medida que vive, que entiende que todo es en serio para uno también. Escribió Milena Busquets en Ensayo general que “a partir de los cuarenta años, las renuncias no parecen renuncias, simplemente vas caminando por la calle y se te van cayendo cosas: caramelos, botones, billetes, monedas, como si los bolsillos de tu abrigo estuviesen agujereados”, y es verdad: hubo en esas primeras décadas ideas inconcebibles que después se fueron volviendo miedos palpables, paralizantes, pero que uno fue siendo cada vez más capaz de agarrar, que lo rozan a uno a cada rato como diciéndole te sigo. Y uno sigue caminando con esas sombras adheridas al cuerpo porque no queda más.
Me pasa que a veces veo fotos viejas, de esos recuerdos que se encarga de destacar el teléfono, y me asombro con que esa haya sido yo. Con que haya sido feliz en tal lugar o con tal persona. Gracias a la vida por ese pasado en el que fuimos tan fuertes, tan ilusos, tan atrevidos, tan tontos, tan libres, tan desprovistos del pavor —y la calma— que traen los años, tan dispuestos a jugárnoslo todo. Y gracias también porque eso sea pasado, por ser los que somos hoy. No reconocerse en lo que uno fue es también un alivio, una evidencia de movimiento, de que uno ha sido capaz de desmoldarse y probar distintas posibilidades de la misma esencia. Creo que casi siempre el presente en la adultez es más cercano al yo más puro. Como escribió la poeta Marosa di Giorgio: “Y después de mucho andar, yo me detuve y miré hacia atrás, y me pareció que ya no sabía hacia qué rumbo quedaba mi casa, que ya nunca más iba a saber hacia qué rumbo quedaba mi casa”. Uno deja de reconocer el camino, se va volviendo imposible cualquier regreso, pero el rastro se lleva dentro, son las venas conectadas al corazón. No hay necesidad de volver a ningún origen para serse fiel.
Lo que se ha logrado a cierta edad se va convirtiendo definitivamente en un espejo poderoso: qué tanto se parece la realidad a lo que habíamos soñado, a lo que siempre dijimos que haríamos, a la persona que queríamos ser. Hay ciertos ángulos, algunos reflejos afilados, pero creo que la profundidad de esa imagen es sorprendente. Es la vida diciéndonos que el camino y el paisaje eran impredecibles y se nos iban a meter dentro de los ojos para cambiarnos la mirada y darles matices a nuestros deseos. Es la vida diciéndonos que estamos vivos y podemos ser eso que somos. Hay una idea del gran Alessandro Baricco en ese libro precioso que es Océano mar: “Aprendió que de entre todas las vidas posibles hay que anclarse en una para poder contemplar, serenamente, todas las otras”. Así va siendo uno capaz de amar a ciertas personas, ciertos lugares o árboles o pájaros o colores del cielo de una manera en que morir con ellos, en ellos, sea también soñar.
Que el año entrante sigan desdibujándose caminos porque estamos vivos. ¡Felices fiestas!
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/