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De un lado están los políticos que han disfrutado de magníficos sueldos públicos durante décadas y sin embargo hacen campaña diciendo que aquí no hay democracia, esos que mientras lanzan discursos exacerbados contra la desigualdad han podido escalar hasta ser parte del 1 % más rico del país. Así como también existe una corte de ex ministros y de personas que, aunque han pasado por altos cargos del Estado, hoy afirman sin sonrojarse que nunca han gobernado y que es tiempo de un cambio.
Están en ese mismo lado los periodistas que, por más independientes que se hayan proclamado, actúan como un rebaño mendicante dispuesto a todo por la pauta. Reciben su apoyo de un ejército, o mejor, de una horda de influenciadores que descubrió que destruir a los demás con mentiras y difamaciones es una profesión bastante rentable.
No faltan allí esos artistas que, si no fuera por subsidios estatales, no venderían un disco, ni libro ni llenarían un teatro. Los acompañan intelectuales y académicos que pueden llevar vidas de dandi gracias a los contratos que les da el Estado para analizar los problemas de la sociedad y que curiosamente siempre llegan a la misma conclusión: que la solución es un Estado más grande que mantenga a todos los antes mencionados.
Están en la fiesta muchos empresarios que dicen defender el capitalismo pero que no soportan la libre competencia, que saben que sus productos caros y de mala calidad solo pueden ser exitosos en un país cerrado al comercio internacional y con un puñado de monopolios.
Hace parte de esta orgía la política tradicional, que sostiene sus maquinarias repartiendo contratos a dos manos aprovechando el crecimiento desmedido del Estado, manteniendo en sus bolsillos a un montón de contratistas y a sus familias. Venden la creación de ministerios como grandes soluciones, cuando solo están abonando el camino para emplear sus clientelas.
Del otro lado estamos los que vivimos el día a día, los que pagamos carísimo por las cosas importadas, los que estamos en manos de monopolios bancarios, los que aunque trabajamos toda la semana se nos va el sueldo pagando impuestos, los que si se nos ocurre emprender vamos a tener pesadillas con la DIAN cada noche. Los que vemos el derroche del Estado y su casta dirigente, de izquierda y de derecha. Los que nos sentimos frustrados porque este país avanza, pero no al ritmo que podría. Somos más, mejores y más fuertes, pero apenas lo estamos comprendiendo.