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Mucho se ha escrito sobre las aves, ahora también está un poco de moda el avistamiento y cada vez nos hacemos más conscientes de su existencia y presencia. Y cómo no, si verlas volar, posarse en los árboles y comer, son de esos espectáculos que pocos valoran, pero que guardan tanta profundidad y muestran de a pocos el secreto de la naturaleza: se dedican a lo esencial.
Para mí, las aves han sido unas compañeras tardías. Hasta hace unos años no me daba cuenta de que estaban por ahí y no era consciente de la cantidad de especies que viven en la ciudad. Incluso especies que todos conocían o habían visto alguna vez, de esas tan comunes como los azulejos y los bichofués.
Comenzar a apreciarlas y hacer el esfuerzo de contemplarlas fue una gran sorpresa, solo por el hecho de ver aves bonitas, apreciar sus comportamientos y diferencias. Ver cómo interactúan unas con otras, con las plantas y con otros animales, es suficiente. Pero lo mejor es que también se desarrollan otros beneficios muy simples pero potentes a nivel personal. Esa capacidad de frenar y observar con atención, la paciencia para esperar pequeños momentos, la capacidad de sorprenderse ante lo común, la curiosidad de aprender y dejarse enseñar.
Hay pocas cosas en la vida que nos permiten lograr tanto, y menos con acciones tan simples como observar, escuchar y detenerse. En la naturaleza todo esto sobra, pues ella sí sabe de abundancia, de generosidad, de sinergia.
Así que la invitación queda abierta, solo hace falta detenerse, subir la mirada a los árboles y observar con paciencia. Las aves harán el resto.
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