Todas las mujeres hemos sido víctimas, en algún momento de nuestra vida, de violencia en nuestra contra. Todas, el 100%, no me cabe duda.
Y no hablo de esa violencia que nos destruye el cuerpo físico, nos hace derramar sangre, nos violenta los genitales y nos impide salir a la calle con la cara morada y el dolor a flor de piel. Hablo de la otra violencia, la silenciosa, de la que pocos se dan cuenta, de la que muchos se ríen pensando en que son simplemente chistes, la normalizada, la que hace parte de conversaciones diarias, de esa que nos minimiza, nos hace inferiores, de la que se produce en reuniones de trabajo, en el seno del hogar, en los medios de comunicación, a plena luz del día sin que nadie sea capaz de defendernos, de contradecirla, de hacerla notoria.
Hace poco, en una reunión de trabajo, un hombre, muy macho él, me mandó a callar diciéndome que yo de eso no sabía nada (aun cuando yo era la lideresa del equipo) y le dio la palabra a mi compañero masculino, el que se suponía que sí sabía. Nadie dijo nada, nadie se escandalizó, y me tocó a mí sola salir en mi defensa, a defender mi voz y mi palabra. De más o menos diez personas que había en esa reunión, solo dos nos percatamos del nivel de violencia de aquel comentario.
Ana* es un alma valiente, es inteligente, divertida y fuerte. Se levanta todos los días a hablar y a trabajar por hacer de este mundo un lugar mejor, y su discurso en contra de las violencias es coherente y fundamentado. Y en privado, su pareja se despacha en comentarios que minan su autoestima, la amenaza constantemente con arrebatarle ciertos privilegios y se aprovecha de su vulnerabilidad para hacer realidad su sueño machista de tener muchas a la vez. A Ana, a pesar de su educación, de su formación, le ha costado entender que es una mujer violentada.
Carolina* tiene en apariencia un hogar hermoso. Un esposo amoroso que la apoya en sus proyectos, una vida tranquila donde la familia es lo más importante. Ella, una mujer moderna que fue madre por voluntad propia, parece disfrutar de tener una familia tradicional. Todos a su alrededor la vemos como una mujer feliz. Y cuando se cierra la puerta de su hogar, su esposo en cada rabieta muele a golpes las paredes. A ella, ni uno, y por eso él no se siente mal. Pero los gritos, las amenazas y la destrucción y el caos alrededor desdeñan a Carolina.
Natalia* es la única que trabaja en su casa. Todo el día se ocupa de sus hijas pequeñas mientras atiende reuniones en teletrabajo, manda informes y responde correos. Natalia además debe bañar a las niñas, hacerles de comer, jugar con ellas y calmarles el llanto, porque las niñas, al igual que ella y su esposo, permanecen en casa todo el tiempo a causa de la pandemia. Natalia debe también lavar la ropa, barrer, trapear, arreglar la casa, porque la economía no da para tener ayuda extra. Su esposo por su parte duerme hasta medio día y revisa sus redes sociales el otro medio, y le dice que no puede atender las labores del hogar porque él no es “su empleada del servicio”. Ni el esposo ni Natalia han considerado que ella es una mujer violentada.
Natalia, Carolina, Ana y yo somos mujeres reales, de las que cada día tenemos que soportar chistes machistas sin que nadie se queje, de las que nos dicen que somos muy masculinas cuando tenemos carácter y hacemos sentir nuestra voz, de las que incomodamos cuando visibilizamos la violencia machista silenciosa, encarnada en los discursos de esta sociedad.
Y somos tan reales como el resto de más de 3.800 millones mujeres del mundo a las que nos dicen niñas por no llamarnos por nuestro nombre, a las que nos hostigan nuestras parejas con llamadas y mensajes constantes para saber donde estamos, a las que desde pequeñas nos hipersexualizan, a las que nos llaman sexo débil, a las que nos toca demostrar con creces que nuestras posiciones profesionales no fueron un simple intercambio sexual.
Somos esas mismas quienes, desde que nacemos, estamos sometidas a una violencia constante, profunda y silenciosa. Una violencia de la que nadie se hace cargo, de la que pocos se hacen conscientes. Una violencia sin golpes, sin sangre, pero con daño; con un daño que se nos va haciendo pesado mientras crecemos, que nos cala el alma y nos hace complejo el mero hecho de existir.
*Los nombres de las protagonistas fueron modificados para proteger su identidad.