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Pienso en la alegría con la que acogemos los momentos que marcan inicios y en el descuido de los que anuncian finales. Un nacimiento se celebra con regalos y flores. Un matrimonio con música y baile. Entendemos estos momentos como promesas de algo mejor: una vida alegre o una unión auspiciosa. Lo hacemos aunque sepamos que son promesas frágiles.

No asumimos con la misma ingenuidad los finales y esto ocurre porque es difícil verlos como promesas de “algo mejor” y eso está bien. Pero si pudiéramos reconocerlos como procesos en los que necesariamente nos convertiremos en otras personas sería más genuino honrarlos. Las rupturas, el divorcio, el fin de una amistad también necesitan rituales que nos ayuden a vivir esas transformaciones.

Cuando llega la muerte tenemos encuentros para compartir la carga de la ausencia con otras personas. El duelo de una muerte nos da una licencia para sentir. En cambio, las pérdidas de las que hablo, las que a pesar de ser definitivas no son irreversibles, son miradas como asuntos que no vale la pena ritualizar. A quien las atraviesa le pedimos que no les preste atención. Que se distraiga. Que “vuelva a la normalidad” y que haga como si no hubiera pasado nada cuando en realidad ha pasado todo: su vida será otra.

Quiero reivindicar la necesidad de los rituales de despedida. No para exigir de otros cierres que solo nos debemos a nosotras mismas sino para recuperar el valor de los símbolos:

Hace unos días regresé al taller en el que se fabricó el símbolo de la que sería una unión para siempre. Regresé con la intención de dejar un anillo y luego volver para encontrar algo diferente, pero Ana tenía otros planes: me invitó a sentarme y me preguntó qué necesitaba. Hablamos de lo que cambia, de la importancia de honrar las decisiones y de ser fiel a quienes somos. Sin planearlo hicimos un ritual que además coincidió con un eclipse solar y con la luna nueva.

Le pedí que cortara: todo tiene un principio y un final. Ella me entregó una piedra y me mostró cómo crear nuevos pliegues en una superficie que antes era lisa. La vida como el metal es dúctil.

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