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La vez que no me violaron

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El primer día que no me violaron fue a los quince años, en un aula de clase, donde un compañero forzosamente me agarró los senos e intentó meter su mano bajo mi falda. 

El segundo día que no me violaron, estaba trotando por la calle mientras me gritaban obscenidades rostros borrosos en carros brillantes. 

El tercer día que no me violaron, recibí fotos no deseadas de hombres, revelando partes de su anatomía que mi ojo prefería desconocer. 

El cuarto día que no me violaron, cogí Uber, y el conductor, durante veinticinco minutos, me llamó de mil maneras, con apodos que iban desde lo inadecuado a lo pervertido. 

El quinto día que no me violaron, conocí a un hombre lobo disfrazado de oveja, en mi gremio de trabajo, que intentó involucrarme en canjes reprobables. 

El sexto día que no me violaron, recibí cientos de mensajes por instagram diciéndome, de la forma más explícita, cada cosa que se imaginaban haciéndole a mi cuerpo. 

El séptimo día que no me violaron, un doctor cruzó la fina línea entre lo ético y lo inmoral. 

El octavo día que no me violaron, salí de una discoteca sola, y un señor me insistió que me metiera a su carro, tantas veces, que tuve que pretender que mi mamá estaba llegando por mí y fingir una llamada telefónica. 

El noveno día que no me violaron, después de una fiesta y descansando en un sofá, me robaron un beso sin mi consentimiento. 

El décimo día que no me violaron, tuve miedo de tomar un cóctel de más, porque quién cuidaría de mí.

El onceavo día que no me violaron, una psicóloga me pidió que entendiera el comportamiento de los hombres porque “son sus hormonas”. 

El doceavo día que no me violaron, me sentí avergonzada de salir a la playa en bikini por las miradas carnívoras de hombres que podían ser mis abuelos. 

El treceavo día que no me violaron, me sentí desprotegida saliendo sin novio o sin algún amigo hombre. 

El catorceavo día que no me violaron, me regañaron por deambular por la playa sola, porque “una mujer bonita debe caminar acompañada”. 

La experiencia de ser mujer oscila entre momentos de aceptar o sufrir nuestra incesante condición de objeto sexual. Lo más triste de todo es esa mirada desinteresada de la sociedad, como diciendo, a todo timbal y con inherente sarcasmo, “pobre de ti”. Podría seguir relatando momentos similares infinitamente, pero creo que el mensaje es más que claro. 

Ser mujer es crecer con miedo a la sociedad, al hombre desconocido (o al mejor amigo), a los espacios transitados, a las miradas en las penumbras. 

Desde pequeña me enseñaron (y aprendí a patadas, como pueden leer) que el mundo, por más que intente convencerme de lo contrario, está lleno de personas inhumanas, trogloditas, desadaptadas, carnales;  personas que transgredirán tus límites hasta más no poder; personas que abusaran de su poder, de tu debilidad.

Desde una edad temprana, a menudo se les inculca a las mujeres la idea de que deben ser cuidadosas y precavidas debido a los peligros potenciales que podrían enfrentar en el mundo. Esto puede manifestarse en consejos sobre cómo vestirse, dónde ir y con quién socializar. Además, la sociedad a menudo vende una imagen de la feminidad como algo delicado y frágil, lo que hace que las mujeres se sientan vulnerables en un entorno lleno de posibles amenazas.

Es importante reconocer que estas actitudes y creencias están influenciadas por normas culturales y estereotipos de género arraigados en muchas sociedades. Las mujeres pueden sentir que están en un mundo lleno de pirañas y riesgos debido a la percepción de que hay personas y situaciones que podrían aprovecharse de su ‘vulnerabilidad’. Esto puede llevar a una constante sensación de ansiedad y precaución.

Las naciones unidas estiman que una de cada tres mujeres ha sido víctima de violencia sexual. En la unión europea, sesenta millones de mujeres han experimentado al menos un tipo de violencia machista; cien millones de abuso sexual.

A través de lágrimas, desafíos y desilusiones, tuve que aprender que no siempre se tiene a un hombre que te cuide. Fue un despertar doloroso, pero también liberador. Descubrí que es infinitamente triste depender netamente de otro ser humano para mi seguridad. Mi padre me dio el amor y el apoyo que necesitaba en sus años conmigo, pero su partida me obligó a encontrar mi propia fuerza interior y a no depender de nadie más que de mí misma para enfrentar las adversidades que la vida arroja en nuestro camino.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/penelope-ashe/

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