En las conversaciones con mis amigas, cada vez más, la vejez aparece como tema recurrente. No como una abstracción lejana, sino como una presencia concreta, íntima, que se cuela entre confidencias. Estamos en la edad en que nuestros padres envejecen frente a nuestros ojos.
Lo vemos, sobre todo, en su conciencia del deterioro. Y eso nos estremece porque hay algo profundamente humano en ese momento en que notamos que ellos también se dan cuenta. Que saben que su cuerpo ya no les responde igual, que el mundo se les hace más ajeno, que la dependencia se asoma como posibilidad. Y entonces, inevitablemente, nos preguntamos: ¿quién nos cuidará a nosotras?
Muchas de nosotras no tenemos hijos. Algunas por decisión, otras por circunstancias. Y aunque sabemos que tener hijos no garantiza una vejez acompañada ni cuidada, también sabemos que la adultez requiere redes. No solo afectivas, sino logísticas, materiales y concretas. Redes que sostengan cuando el cuerpo flaquee, cuando la memoria se vuelva bruma, cuando el miedo a la soledad se instale.
Este dilema no es solo íntimo: es estructural. Colombia, como muchos países, se encamina hacia un envejecimiento poblacional acelerado. Para 2050, uno de cada cuatro habitantes será adulto mayor. Muchos vivirán solos. ¿Estamos preparados para eso?
Prepararnos implica repensar el cuidado como derecho colectivo, no como carga familiar. A nivel personal, se trata de cultivar vínculos no convencionales, pactos entre amigas, redes entre vecinas. De imaginar formas de vida que no dependan exclusivamente de la familia. A nivel institucional, se trata de diseñar políticas públicas que garanticen compañía, salud y dignidad: viviendas colaborativas, centros de día, formación y retribución para cuidadores, tecnología que conecte sin aislar.
Quizás la pregunta no sea quién nos cuidará, sino cómo queremos cuidar y ser cuidadas. Qué pactos podemos hacer entre generaciones. Qué modelos de reciprocidad podemos inventar. Porque si algo nos enseña la vejez de nuestros padres es que el cuidado no puede improvisarse. Y que la ternura, cuando es organizada, puede ser revolucionaria.
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