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El fin de semana me hirieron. Me hirieron a través de los árboles que me llenan de vida. Mi pareja y yo amamos los árboles entre los que vivimos —amamos todos los árboles, pero hay una profundidad distinta en el amor por los que hemos sembrado y cuidamos cada día—. No es que nos parezcan bonitos como adornos, es que los amamos, nos duelen sus heridas, vivimos pendientes de sus detalles, nos alegran los mínimos progresos de su sabia lentitud, son parte de nuestra vida y cualquier daño que sufran crea un agujero en ella.

Pues, el fin de semana encontramos una masacre en unos guamos que llevamos años cuidando y admirando. Estaban despampanantes, frondosos, florecidos y llenos de mariposas tornasoladas extasiadas con esas flores, sus ramas acariciaban la hierba en un baile verde permanente. Y toda esa belleza estorbó, les estorbó a los adictos al asfalto y la comodidad, a quienes necesitaban un camino despejado y entonces mandaron a un masacrador con una motosierra que no tuvo piedad, que hirió hondamente la vida y la belleza y dejó ramas gruesas sangrando a la vista, huecos en el bosque que aúllan para que yo los oiga, cicatrices a las que no quiero acercarme pero que siento.

Escribió Alessandro Baricco en Océano mar: “Es una especie de misterio, pero hay que intentar entenderlo, sirviéndose de la fantasía, y olvidar lo que se sabe, de modo que la imaginación pueda vagabundear en libertad, corriendo lejos por el interior de las cosas hasta ver que el alma no es siempre diamante sino a veces velo de seda.” Quienes priorizamos la belleza y la vida sobre la comodidad necesitamos, tantas veces, olvidar lo que sabemos, olvidar cómo funciona en realidad el mundo, que la belleza estorba y hay millones listos para herirla con tal de que sirva para algo. Fantaseamos con el baile de esas ramas, somos de seda, nos rompemos, nos eleva el viento.

Pensé en las cicatrices —siempre pienso en ellas porque están por todas partes—. En las de las ramas de mis guamos pero también en las de las ciudades y los campos. Oí una entrevista sobre cómo hoy Ucrania es el país más minado del mundo y sobre la eternidad que tomará desminar su territorio. Aun cuando acabe la guerra, si es que acaba, seguirán estallando campesinos recorriendo sus sembrados. Será una nación de sorpresas llenas de sangre. Recordé mi viaje a Bosnia, fascinante y desgarrador. Evoqué los letreros con calaveras alertando sobre las zonas en las que aún hay minas. Han pasado treinta años desde esa guerra y sus cicatrices no dejan de sangrar: hay también estallidos de metralla pintados como rosas rojas en calles y fachadas.

Las heridas permanecen y las veo en la madera clara expuesta en las ramas de mis guamos que lloran y que no se pueden reparar. Lo irreparable. Mis ramas tiradas —mis venas extendidas— sobre la hierba con sus hojas tristes y su verde muriendo, las mariposas llorando sus flores caídas, olvidando el brillo. Las cicatrices son el recuerdo de posibilidades monstruosas. Y de que el pasado ronda como un fantasma que puede revivir en cualquier momento.

Cómo pudieron hacernos esto si sentíamos que nos amaban tanto, se preguntarán mis guamos, y es eso lo que más me hiere. Qué drama por unos árboles, dirán los capaces de empuñar la motosierra. Los que priorizan su comodidad. Los que jamás sentirán dolor por campos minados en Bosnia y Ucrania. Los que, ante un líder —político, social, ambientalista— incómodo, añoran el disparo. Los que defienden el nuevo uso vacío de la palabra libertad que arrasa con las libertades que les estorban.

Dice también Alessandro Baricco en Océano mar: “Tenía esa belleza de la que solo los vencidos son capaces. Y la limpidez de las cosas débiles. Y la soledad, perfecta, de lo que se ha perdido”. Miro y no miro los agujeros en ese bosque, las ramas caídas, mi derrota, lo irreparable, para llorar, para sentirme vencida, débil, límpida. Para agarrarme a la soledad de mi lucha eterna por la belleza y, quizás así, salvarme.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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