La trampa del genocidio

La trampa del genocidio

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Cuando tenía 15 años gané la Segunda Guerra Mundial. Pues, más o menos. Presidí el comité de los aliados en un modelo de Naciones Unidas, y enfrentándonos al comité del eje, desplegamos tropas, invertimos en armamento y en desarrollo de bombas nucleares. Conquistamos África, liberamos a Francia, e invadimos a Polonia. Pero no hablamos de los campos de concentración.

Tuve que escribir una guía de estudio para los delegados, quienes, en vez de representar países, representaban a Roosevelt, Stalin, De Gaulle, Churchill y demás. Vivía ilusionada pensando que lo que debatíamos en esos espacios servía para algo trascendental, y sentía esa experiencia como algo diferente, profundamente personal. Sabiendo que mi bisabuelo había escapado de la Alemania Nazi, veía a la Segunda Guerra Mundial como una parte de mi historia, una de las razones por las cuales Salomé Beyer existía.

Para entender mejor lo que estaba estudiando, vi un documental sobre la invasión de las tropas aliadas al territorio Nazi. Mientras avanzaban, se fueron topando con los campos de concentración y uno a uno fueron liberando a quienes habían sobrevivido al Holocausto. Judíos, claro, pero también gitanos, homosexuales, comunistas, socialistas, opositores políticos, personas de color, testigos de Jehová y sindicalistas.

El ardor en el pecho que sentí al ver las imágenes trascendió toda la tristeza, la rabia, la ira que había sentido hasta ese momento. Tenía una llamarada blanca en la garganta, alimentada por cada minuto que pasaba mirando el documental. Lloré al ver cómo las personas acostadas en las camas de palo, amontonados unas sobre otras, miraban hacia la cámara.

Sus ojos enormes y enmarcados por la piel colgante de sus mejillas indicaban todo menos esperanza. Los cuerpos sin vida de cientos de personas habían sido tirados sin cuidado a huecos gigantes, y las ratas les pasaban por encima casi tan hambrientas como las personas que permanecían con vida. Los sobrevivientes comían por primera vez en muchos días, cubiertos en piojos y garrapatas.

La miseria del Holocausto, la catástrofe que significó, no la niega nadie. No es casualidad que la Segunda Guerra Mundial sea la parte de la historia que más se enseña y más les interesa a los estudiantes. Porque nos obligó a redefinirnos, marcando un antes y un después. Nos hizo sentarnos a hablar por primera vez desde que se usaron espadas en combate sobre qué sociedad queríamos ser, aunque más que todo, sobre cómo lidiar con un mundo que tenía bombas nucleares a su disposición. La paz duró muy poco, pero los hombres de la época sí se sentaron.

Entre sus muchas promesas vacías y sus asambleas idealistas, la ONU aprobó la Convención sobre la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio en 1948. Se definió que un genocidio busca destruir parcial o totalmente a un grupo a través de matanzas, lesiones graves, sometimiento a condiciones para su destrucción, el impedimento de nacimientos, o robo de niños y bebés.

Pero, así como la ONU fue tan liberal al definir cuáles son los actos genocidas, fue conservadora al decidir quiénes pueden ser víctimas de un genocidio. No es casualidad que, siendo los cinco vetos del Consejo de Seguridad genocidas históricos, se haya establecido que solo los grupos étnicos, raciales o religiosos pueden ser víctimas de genocidio. Según la ONU, entonces, ningún grupo en base a género, orientación sexual ni afiliación política puede ser víctima de genocidio. Por más que los maten, los intimiden, los violen, los esterilicen, y los expulsen de sus tierras.

Mucho se ha hablado en los últimos meses sobre genocidio. Sabiendo que los ataques de Israel han sido principalmente en contra de civiles palestinos, muchos hemos denunciado al gobierno de Netanyahu como genocida; bombardear hospitales, calles y viviendas no es conducta bélica normal. El ataque hacia Palestina es claro, sin matices. Los matan porque son palestinos, y punto.

Los vidrios rotos en Beit Hanoon me recuerdan al Kristallnacht, los refugios clandestinos que los palestinos han construido parecen el gueto de Varsovia, los miembros de las fuerzas armadas subiendo videos a TikTok me recuerdan al descaro de María Mandl y Hermann Goring , y las madres pariendo sin anestesia ni medicamentos, arrinconadas en los hospitales destrozado, tienen cierta semejanza a las madres judías que parieron en el gueto de Kovno. 

Es fácil escoger las partes de la historia que le convienen a nuestras narrativas y presentarlas como verdades absolutas en el binario constante del bien contra el mal. Pero, así como no negamos que el pueblo judío vivió un genocidio en manos de los alemanes, tampoco negamos que también lo vivió Armenia en manos de los Otomanos. Ni los comunistas en Indonesia, los bengalís en Bangladesh, la población rural en Cambodia, la izquierda en Chile, los Tutsis en Ruanda, los musulmanes en Yugoslavia, los miembros de la UP en Colombia. Los palestinos en Gaza.

El genocidio es, entonces, el gran unificador de la historia de la humanidad. Y por pasiones políticas, fe en la ONU, y heridas generacionales, hemos cogido la costumbre de intentar definir algo que es realmente inexplicable. Porque si algo he aprendido de la historia es que el genocidio le puede tocar las puertas a todos los grupos, independiente de su naturaleza. Cada vez más se están desarrollando teorías que deslegitiman la visión excluyente de la ONU, y les pasan el micrófono a los grupos que a pesar de haber sufrido violencias genocidas, sobrevivieron para contarlo.

Gran parte de la historia también es la memoria colectiva. No es casualidad que en la mayoría de los tribunales transicionales en contextos de postconflicto, la memoria para la no-repetición sea un pilar fundamental, necesario para la construcción de una sociedad en paz. La memoria del Holocausto, calamidad que siento tan personal, debería servir para recordarnos la enorme responsabilidad que tenemos. Y lo mucho que hemos fallado. 

Mientras discutimos si algo es genocidio o no, si existe o no existe, y cuáles parámetros deberíamos utilizar para determinarlo, hoy hay decenas de grupos que deben defender su derecho a existir. ¡Qué desgracia tener que justificar nuestra simple existencia! Entonces, esa es la trampa del genocidio; que nos haya condenado a definirlo mientras sucede.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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