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La tiranía de los mágicos

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Hace unos días el portal periodístico voragine.co publicó una nota en la que señalaba que de 88 personas designadas por el gobierno Petro en el servicio diplomático, 55 no cumplen requisitos. Uno de ellos, Moisés Ninco, el embajador en México, no culminó sus estudios profesionales y no cuenta con la experiencia laboral suficiente.

Mientras a Ninco lo mandaron a vivir sabroso de cuenta del erario, como premio a su abnegada militancia en las huestes el petrismo más rancio, muchas personas que creyeron en la promesa (¿fantasiosa?) de la carrera diplomática, y que por lo tanto se han esforzado mucho más de Ninco, hoy se sienten frustradas y decepcionadas. El gobierno del cambio, como los anteriores, no fue capaz de avanzar en la profesionalización del servicio exterior. El asunto es que nombramientos de este estilo, que han generado polémica en la opinión pública, han traído de regreso la reflexión sobre la meritocracia y, por qué no, sobre la desigualdad.

Durante los últimos meses he reflexionado bastante sobre el tal “mérito”. Por más madurez a la que uno se obligue, es inevitable, para muchos de nosotros, llegar al punto en el que nos preguntamos si vale la pena trabajar y estudiar mucho. No es fácil. Algunas personas han logrado sus objetivos a punta de esfuerzo; otras los han logrado con mucho menor esfuerzo y una dosis muy alta de suerte (especialmente heredada); pero otras han agotado sus vidas intentándolo, esforzándose y nunca lo logran.

La promesa no siempre se cumple. Eso deberíamos aprenderlo. Mucho más en sociedades que se jactan de ser modernas sin serlo, como las nuestras. Sociedades cuyos destinos están marcados en gran medida por el sino del amiguismo y el azar del nacimiento. Colombia sigue siendo el país más desigual de la OCDE. Lejos de mí la tramposa utopía del igualitarismo, pero también lejos de mí el distópico darwinismo individualista. Bastante lejos estamos aun de un buen punto medio.

Precisamente, hace un par de años el filósofo Michael J Sandel abordó esta reflexión en un libro titulado “La tiranía del mérito”. En términos generales, Sandel explica que buena parte de la polarización política actual, como fenómeno casi que global, obedece a que construimos una sociedad de ganadores y perdedores en la que se subestima el papel que cumple el azar en el “éxito” y en la que quienes no lo logran son llevados a sentirse culpables por no haberse esforzado lo suficiente.

Estoy pasando muy de largo por la argumentación de Sandel, pero fue inevitable invitarlo a esta reflexión, porque puede ser muy útil para entender y tratar de comprender qué hay detrás de estos nombramientos y de la inocultable tendencia del presidente Petro por relativizar la cuestión del “mérito”, porque en realidad puede que lo que estemos viendo sea la reacción previsible frente a cierta tendencia de las élites a desconocer durante décadas (¿siglos?) las altísimas dosis de privilegio de la que se compone su mérito. He tenido que ver muchas veces cómo se le llama “resentidos” a quienes se atreven siquiera a insinuar que tal vez el éxito laboral o económico no depende únicamente del esfuerzo individual. En Colombia los apellidos son un empujón nada despreciable.

Por eso Petro hace esos nombramientos. Por eso hay quienes le celebran que se vaya lanza en ristre contra el mérito, tal y como lo conocemos. Sin embargo, al hacerlo de esa manera, Petro puede estar enviando un mensaje negativo que reafirma la frustración de las clases medias. El señor embajador en México no es alguien que se caracterice por sus conocimientos o experiencia en el campo de las relaciones internacionales.

Independientemente de si tiene o no un título universitario, vale la pena preguntarse si Ninco es realmente competente para el cargo y si debemos considerar los nombramientos en la administración pública, incluido el servicio exterior, como si fueran premios. Lo digo además por las consecuencias nefastas de entregar las riendas de lo público a personas claramente incompetentes.

En Medellín, por ejemplo, esta y otras administraciones normalizaron el hecho de nombrar en cargos directivos a personas sin mayor experiencia o formación académica que luego, mágicamente, como los mágicos de los ochenta, multiplican su patrimonio de manera inexplicable y hay quienes les aplauden o porque son carismáticos o porque dicen venir del Tricentenario. Algunas personas se refieren a ellos de manera generosa y hasta condescendiente como “nuevos ricos”. No se sabe con exactitud de dónde sacan el dinero para tantos lujos, pero lo que sí sé es que no es del sueldo.

Si bien es cierto que se requiere un modelo de sociedad que se piense más allá de “la tiranía del mérito” y todos sus vicios, denunciada por Sandel, la respuesta no puede ser el gobierno de los “nuevos ricos” o de los incompetentes. Sin duda, la ruta debería estar marcada por la reducción de las desigualdades, pero también por un autoexamen crudo y sincero por parte de las élites, incluyendo claramente al sector empresarial, en el que se evalúe qué tanto de lo que son hoy les fue heredado y qué tan “conscientes” son del culto que rindan a la sociedad de los privilegios. No hay bienpensantimo o revival espiritual que valga. Los privilegios disfrazados de mérito siguen allí. La rosca y el amiguismo están allí.

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