No somos tan inteligentes como creemos. O, por lo menos, sobreestimamos la influencia de la inteligencia, entendida como capacidad cognitiva en nuestro “éxito” como especie. Esto es algo defendido, entre otras aproximaciones, por la teoría de la selección grupal. Así como la selección natural de Darwin reconoce que las especies evolucionan según reproducen cambios genéticos que mejoran su desempeño en un entorno particular de competencia, la selección grupal propone que los grupos humanos con mejores mecanismos de integración interna y cooperación tienen más chances de sobrevivir, reproducirse y transmitir esos rasgos culturales a la siguiente generación. Somos producto de la competencia y la cooperación, una dicotomía que no debería sorprendernos; nuestras experiencias cotidianas son testimonio insistente de esa naturaleza.
La cooperación es entonces la receta secreta del éxito de los seres humanos. Los grupos de personas que son capaces de trabajar mejor conjuntamente suelen tener mejor desempeño que los grupos en los que el individualismo egoísta es la regla. Lograr coordinar esfuerzos e intereses y compartir riesgos y beneficios, incluyendo algunos toques de altruismo, fue tan importante en la caza de un mamut en las heladas estepas del norte de Europa en el neolítico, como en el desempeño eficiente de un equipo de trabajo en una empresa de la actualidad.
Pero cooperar tampoco es sencillo. Hay algo común y, sin embargo, extraordinario en la posibilidad de que hagamos cosas juntos, el resultado sorprendente de una receta fundamental de la vida humana. En el centro de ese milagro cotidiano está la confianza, es decir, las relaciones sociales establecidas sobre la idea de arriesgar parte del bienestar propio al asumir una posición vulnerable respecto a otro u otros. Confiar es ponerse en las manos de alguien más, en la expectativa de un intercambio que sea beneficioso para ambos y la certeza de que la contraparte no aprovechará para hacernos trampa o daño. Confiar puede ser difícil.
Por supuesto, en el centro de nuestra mayor fortaleza también viven nuestras debilidades. Para poder reforzar la cooperación y confianza grupal hemos desarrollado mecanismos que facilitan acercarnos a los “nuestros” y sentirnos alejados de “los otros”. Como en círculos concéntricos que se amplían, nuestra confianza en otros se diluye mientras el grupo se hace más numeroso. Por eso el 89% de los colombianos confía en su familia, pero solo el 4% en los desconocidos. Ahora, aunque este sea un fenómeno humano, también hemos creado mecanismos culturales para salvar las distancias de la desconfianza entre grupos. El filósofo estoico Hierocles invitaba a que ampliáramos nuestros “círculos de preocupación”, para incluir en ellos no solo a familiares y amigos, sino a vecinos, conciudadanos y al resto de la humanidad. Una visión cosmopolita que, en el cinismo actual que domina la conversación pública, parece inocente, pero entre otras muchas cosas, puede esconder la posibilidad de contar con mejores mecanismos para enfrentar problemas globales como el cambio climático, los flujos migratorios o la desigualdad.
La humanidad, como los límites de la comunidad, puede imaginar y lograr cosas maravillosas.