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“«Es esto lo que nos mata», le dije una noche. «Esta manera tan absurda que tenemos de resistir».” Las voladoras. Mónica Ojeda.

El fin de semana iba por una vía de la parcelación en donde vivo y un petirrojo despampanante aterrizó en la hoja de un sarro. Me detuve y le tomé la foto más bonita que le he tomado a un petirrojo. Minutos después, me devolvía por ese mismo camino y de la casa que quedaba junto al sarro del petirrojo salió una mujer haciendo señas para que bajáramos la ventana del carro. Sin entender si quería saludarnos o informarnos algo la bajamos, pero la sorpresa fue que a través de sus cámaras de seguridad nos había visto tomando una foto que consideró demasiado cercana a su propiedad privada intocable y necesitaba una explicación. Tener que explicarle a un ser delirante que éramos culpables de querer recordar un pájaro rojo y libre —un milagro que se atrevió a aterrizar cerca de lo suyo—, de detenernos ante la belleza pública a contemplarla y tomarle una foto.

Fue mi esposo quien demasiado amablemente le contó del pájaro, ante la mirada contrariada de ella, que no entendía nada, asfixiada en una paranoia dentro de la cual resultaba imposible que nos hubiéramos detenido ante un pájaro. Yo no le dije una palabra. Estaba más asombrada que ella. Era su paranoia demente, su salida a pedir explicaciones, lo que me parecía aterrador. Nos fuimos pero me quedé con ganas de revivir el encuentro para hacerle ver ese sinsentido enfermizo que nos tiene delirando como sociedad. La sociedad de los leones listos a rugir ante el paso de una mosca.

Hoy el miedo a todo se ha extendido y de su mano el odio. Cada foto, cada idea que se expresa en una reunión, una red social, una columna, un libro, es susceptible de convertirnos en enemigo público, de merecer un linchamiento. Una palabra mal utilizada, una foto tomada ante el ojo omnipresente del temeroso, puede convertirse en una soga al cuello. Nunca antes hemos estado tan mutuamente vigilados. Y casi siempre los vigilantes exhaustivos dicen después, entre sus ideas políticas —si es que las tienen—, que lo que defienden es la libertad. La de ellos, en todo caso. Son los soldados perfectos de los líderes populistas que se erigen hoy con base en el miedo: ciudadanos furiosos listos a linchar.

Recuerdo la vez que, hace ya meses, el Twitter que aún no era de ese empresario político dueño del imperio tecnológico que está chiflando al mundo, me censuró y suspendió mi cuenta por escribir el título de la novela de Ariana Harwicz, Matate amor. Compartía yo alguna idea bonita de literatura y el Gran Hermano veía incentivos al suicidio. Me detenía ahora a agradecer la belleza de la naturaleza y los adoradores del Gran Hermano se sentían intimidados, presas de algún tipo de peligro invisible y acechante. Qué oscura una existencia en la que haya que paralizar la espontaneidad de la mirada, que es de donde surge también la inspiración; tener que interponer el miedo, el sigilo, a cada pensamiento y cada acto, incluso a los más sencillos y bienintencionados. Qué cansancio anticipado. Ruego por un mundo en el que detenernos a contemplar sea esencial, en el que pueda difundir y encontrar poesía y belleza en todas partes, y la libertad en ese ámbito sea ilimitada y nos deje seguir viviendo sin convertirnos en robots temblorosos y vigilantes. Cada vez se desdibuja más la palabra libertad. Qué irá a ser. Qué iremos a ser. Qué pavor.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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