Si los insultos lanzados por el ministro Armando Benedetti contra una magistrada de la Corte Suprema provinieran de un ministro del gobierno de Iván Duque, Colombia estaría en llamas. Las calles estarían llenas de marchas, las redes saturadas de indignación, y los grandes opinadores, los mismos que hoy guardan silencio, estarían pidiendo la renuncia inmediata del funcionario, exigiendo respeto por la justicia, por la separación de poderes y denunciando la amenaza autoritaria de la derecha contra la independencia judicial. Pero como los agravios vienen del corazón del progresismo en el poder, la reacción ha sido otra: el silencio cómplice, la solidaridad conveniente, el beneplácito o, peor aún, la justificación.
Armando Benedetti, ministro del Interior, el cargo encargado de ser puente entre el Gobierno y las demás ramas del poder, llamó “loca”, “delincuente”, “enferma” y hasta un madrazo le mandó a la magistrada de la Corte Suprema de Justicia, Cristina Lombana, tras el allanamiento de su casa en una investigación por presunta corrupción. Y mientras la Corte, la misma que hace 40 años fue tomada a sangre y fuego y hoy es dilapidada con agravios, defendía con firmeza la independencia judicial, el Gobierno no solo no condenó las palabras del ministro con determinación y carácter en defensa de la institucionalidad, sino que permitió que siguiera en su cargo, enviando un mensaje inequívoco: la decencia institucional se aplica solo cuando el adversario está al frente.
El problema aquí no es solo Benedetti, sino lo que representa. Su historia política está marcada por escándalos, grabaciones comprometedoras, denuncias por enriquecimiento ilícito y un largo prontuario de cinismo. Es el símbolo viviente de la vieja política que el Pacto Histórico prometió desterrar. Que hoy la izquierda lo defienda con pasión casi religiosa dice mucho del extravío moral del proyecto que alguna vez se presentó como la alternativa ética frente a la corrupción tradicional.
¿En qué momento la izquierda decidió que todo vale, incluso insultar a una magistrada, si eso ayuda a sostener el poder? ¿Cuándo se perdió la capacidad de autocrítica? Durante años, muchos de los que hoy ocupan altos cargos o portan banderas progresistas se indignaron, con razón, por los abusos de gobiernos anteriores, por las presiones a la justicia, por los ataques verbales a las cortes, por los excesos de poder. Hoy, desde el poder, repiten los mismos vicios que denunciaron. La diferencia es que ahora los maquillan con discursos de revolución moral y justicia social.
No hay nada más peligroso que una causa justa usada por personas que creen estar por encima de las reglas. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo. Cada vez que el Gobierno calla frente a un atropello propiciado por los suyos, erosiona un poco más la confianza ciudadana en las instituciones y en el cambio que prometió. Cada vez que los sectores de izquierda justifican lo injustificable, confirman que la ética pública en Colombia no es de derecha ni de izquierda: es un recurso retórico que se usa para golpear al otro, no un principio que se defiende con coherencia.
La democracia no se destruye solo con golpes de Estado o dictaduras, sino con la impunidad moral del poder. Esa que permite que un ministro insulte a una magistrada y siga tan campante, amparado por el silencio y el beneplácito de quienes alguna vez creyeron en la dignidad de las instituciones. Esa que convierte la doble moral en doctrina política y el cinismo en estrategia de gobierno. Si Colombia quiere verdaderamente cambiar, el punto de partida no puede ser la lealtad ciega al líder ni la complicidad con los propios. Tiene que ser la coherencia. Porque cuando la indignación depende del color político del agresor, la democracia se convierte en una farsa y la ética en un instrumento de conveniencia.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/ximena-echavarria/