La revelación de la fragilidad

La revelación de la fragilidad

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El conocimiento de uno mismo es la labor más importante que tenemos y, sin embargo, es la que más dejamos al azar. En lo que implica conocerse se encuentra todo. Lo terrible, lo angustiante, lo más difícil de aceptar, lo maravilloso y lo auténtico, también aquello a lo que le damos trascendencia, la vehemencia de nuestras opiniones, la firmeza de nuestro carácter. En conclusión, quienes somos.

Seremos muchos a lo largo de la vida, y admitir esa posibilidad de los cambios es comprender el crecimiento, la evolución. Es asimilar la propia existencia y la mortalidad. Es tomar consciencia de nuestra vulnerabilidad, de los miedos. De las falencias, de las virtudes. De todo lo que nos compone, aunque tardemos en descubrirlo.

Recuerdo con precisión esos instantes de inflexión donde todo cambió radicalmente porque comprendí algo que siempre había existido, pero que me era desconocido. Cuando me dio varicela y le pregunté a mi mamá si uno se aliviaba con regalos, pero me dijo de manera muy dulce que no, que los regalos nos alegraban en la enfermedad y nos daban ánimos para no aburrirnos mientras nos curábamos. El viaje del fin del colegio con los compañeros, cuando me di cuenta de que nunca más volveríamos a estar todos juntos en ese mismo lugar. Años después de la muerte de mi tía Inés, en ese instante en el que comprendí que llevaba más tiempo sin verla que lo que había compartido junto a ella. Cuando mi mejor amiga se fue a vivir a Italia y supe que jamás volveríamos a vivir las aventuras de nuestra época de la Universidad, ni estaríamos a pocas cuadras de distancia para vernos, y entonces descubrí que hay espacios a los que es imposible regresar, porque no son lugares, sino circunstancias.  

Perder la inocencia, darnos cuenta de que algo no es lo que creíamos o lo que parecía, desmitificar a las personas que admiramos, aprender a verlas como lo que son: seres humanos con una condición de mortalidad y de existencia igual a la de nosotros. O como me gusta llamarlo, la revelación de la fragilidad. Aceptar que la vida tiene un curso y que, eventualmente, todo lo que conocemos dejará de existir es un sentimiento agobiante, pero al mismo tiempo liberador, porque nos ayuda a valorar la vida, ya no desde una concepción material, sino espiritual, incluso religiosa. Porque saber que hay un final le da un inmenso valor a la vida, y solo el creer que después de ella puede llegar algo mejor (cualquiera que sea la idea de cada uno como lo mejor) es lo que nos permite soportarlo.

A menudo me encuentro con estas divagaciones y recuerdo situaciones que me llenan de nostalgia porque sé con absoluta certeza que jamás volverán a ocurrir. Aparecen pequeños duelos, fragmentos de relatos sobre el pasado, y me imagino cómo se contarán esas situaciones las personas con quienes las viví. Surge entonces otro hallazgo de carácter solipsista: lo único de lo que podemos estar seguros es de la existencia de nuestra propia mente, de lo que concebimos adentro.

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