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El pasado domingo el país presenció una ceremonia de posesión francamente hermosa. Definitivamente el color, la diversidad, el simbolismo y la emoción colectiva engalanaron la transmisión de mando del nuevo presidente y vicepresidenta de Colombia. Una ceremonia única que marca la pauta de un cambio en la forma de concebir el acto de gobernar y entender nuestra república.

El nuevo gobierno sabe bien la importancia y el poder de los símbolos como transmisores, no sólo de mensajes, sino también de emociones que son interpretadas a través de códigos que superan la racionalidad. Símbolos que logran la congregación de personas a partir de elementos que los identifique con un sentimiento y a través de un sólo lenguaje que generan unanimidad alrededor, no sólo de unas estéticas, sino también de unos valores y unas ideas particulares.   

En este país poco tenemos de esos símbolos o ideas congregadoras de la identidad colombiana. La historia republicana de nuestra nación no es apropiada como un mito fundacional que emocione o englobe la identidad nacional. Tampoco lo es, lastimosamente, nuestro pasado amerindio pre-colonial o nuestra rica diversidad étnica o natural. No tenemos símbolos u objetos que transmitan un sentimiento unificador, un código emocionante que sólo nosotros podríamos interpretar. La intención de rodear de ceremoniosidad y llenar de sentido a la Espada de Bolívar es un acto que entiende muy bien este vacío. Convertirla en un símbolo que represente la historia de nuestro país cargada de un mensaje poderoso fue una jugada inteligente de un presidente que quiere llenar de misticismo su gobierno y su figura.

Y ese no fue su único intento. El Pacto Histórico, desde su campaña, ha logrado apropiarse de las estéticas tradicionalmente excluidas de nuestro país. Retomó las raíces afro, indígenas y, en general, las diversas raíces étnicas para convertirlas en un elemento central del relato identitario de un país diverso y, por supuesto, de un gobierno que no sólo valora estas estéticas desde la distancia -como ha sido costumbre- sino que las representa y las protagoniza.

Estos gestos llenaron las expectativas de lo que siempre esperé de un gobierno. La política no sólo se trata de gobernar a través de leyes, la fuerza y el poder económico. La política también gobierna a través de paralenguajes llenos de significados, de elementos místicos que no sólo convencen a la razón, sino que atraviesan la emoción y nos permite darle sentido a la vida republicana de nuestra sociedad. Estos sentimientos son los que posibilitan que las naciones superen dificultades y sean capaces de establecer un destino común.  

Sin embargo, en la historia son claros los ejemplos de los malos resultados que han sido generados por la degradación estos de valores identitarios. Autoritarismos, nacionalismos, dictaduras, fanatismos y… mesianismos han puesto al mundo en jaque justificados por una identidad nacional degradada. También han destruido democracias cuando el centro de esa congregación es encarnada, no por unas ideas, unas historias o unos objetos representativos, sino por una persona, un salvador que trasciende el espíritu del Estado y lo transfigura en sí mismo.

Debo confesar que ese miedo lo tengo con el nuevo presidente. La unanimidad que está generando en la población colombiana gracias a su capacidad de alentar la emoción colectiva, puede ser más perjudicial que beneficioso para nuestra democracia. Su liderazgo está en la fina línea de la inspiración y la profecía. Por eso, hoy más que nunca, es nuestro deber despojar las ideas republicanas de la carne y exigir que, la función de quien lleve una banda presidencial es inclinarse a esas ideas y no al contrario. 

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