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Es la última vez que tengo mi cuerpo”

Annie Ernaux

Estudié en un colegio de monjas, de esos donde no se pueden llevar aretas grandes ni uñas pintadas, pero si se puede tratar con desprecio al diferente. Allí, a pesar de no ser el colegio más ortodoxo, entre profesorado y alumnas se hablaba poco de sexo y mucho de pecado; las clases de educación sexual eran escasas y no pasaban de explicarnos el porqué de la menstruación.

No recuerdo que en clase hayamos hablado jamás de nuestro tan esperado debut sexual, o como lo conocemos en estas latitudes tan influenciadas por el cristianismo, el hecho de “perder la virginidad”. Los hombres eran ajenos a las conversaciones en las aulas, aun cuando en el descanso eran el único tema entre nosotras.

De sexo aprendíamos en la televisión, de nuestros padres y madres cuando veníamos de familias más abiertas con el tema o de las historias de nuestras amigas ya iniciadas, que sabían tan poco como nosotras, pero la experiencia las ponía en un lugar de autoridad.

Perder la virginidad era todo un acontecimiento. Cuando ya llevábamos cierta cantidad de meses con el mismo novio sentíamos que el momento iba llegando y empezábamos a prepararnos. Una mala depilación, averiguar el nombre de la pastilla del día después, tener claro nuestro ciclo porque hacerlo con la menstruación nunca.

Crecimos (y hablo desde mi experiencia heterosexual y la de mi entorno) pensando que “la virginidad” era ese tesoro tan preciado que entregábamos al otro. Entregar la flor, como dijo algún día una amiga. Era dar eso que nos hacía “más” valiosas y tenía que ser por supuesto un acto de amor.

Un acto de amor que muchas nos inventamos, porque eran tantas las hormonas, tanto el deseo, que nos enamorábamos de cualquiera con el fin de tener una excusa romántica para entregar nuestra preciada “virginidad”.

Y a pesar de esas expectativas de romance, comodidad y disfrute, conozco muy pocas historias de amigas donde su primera vez haya sido realmente placentera y una historia preciada para el recuerdo. Moteles sucios, una habitación en medio de una fiesta, dolor, incomodidad, hasta una luz de neón que no se soportó durante muchos años. Y por mi parte, que de romántica tengo poco, una habitación llena de corazones; era imposible estar más incómoda.

En los últimos días, leyendo “Memoria de chica,” de Annie Ernaux he pensado en lo sobrevalorada que está esa experiencia y a su vez en lo determinante que puede llegar a ser para nuestra vida sexo afectiva. Ponemos demasiadas expectativas sobre ella (o pusimos, hablo de mi generación) y la vislumbramos como un antes y un después. No quisimos sentirnos “putas” y por eso metimos el amor en el medio, aunque pocas veces fuera amor de verdad. Nos avergonzamos de la sangre que corrió por nuestras piernas y magnificamos las sensaciones cuando al otro día en el descanso compartimos la historia con nuestras amigas.

Si tan solo nos hubieran dicho que era simplemente un debut, una primera de muchas veces. Que era más importante estar cómoda que enamorada, que iba a doler, que no sería sexualmente placentero, que esa primera vez también embaraza, que hacerlo de manera voluntaria no te menoscaba la dignidad, que ellos podrían estar tan nerviosos como nosotras, que era normal sentir miedo, que nadie nos tenía que presionar y que no hay edad exacta o correcta para tal debut. Que el sexo es hermoso mientras sea consensuado, mientras haya respeto por las decisiones y el cuerpo del otro o de la otra, que la primera vez no es definitiva y que si salió mal se puede seguir intentándolo. Sin duda alguna necesitamos más y mejor educación sexual en las aulas y en las mesas del comedor, y no solo educación basada en los aspectos biológicos, sino también en los sexuales, en los emocionales.

Otros escritos por esta autora: https://noapto.co/manuela-restrepo/

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