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Es común que ante el fracaso de un candidato, o la poca receptividad de las propuestas de determinado sector ideológico, se le eche la culpa de ello a la sociedad: es que no están preparados para tal punto del conocimiento, es que la gente es muy atrasada, falta mucha educación, son muy tontos para entendernos. Siempre son los demás, pero nunca uno y su incapacidad de comunicar.
Comunicar no es manipular, no es subestimar la capacidad de entendimiento del otro, por el contrario, es un punto alto de respeto: es considerar al otro digno de ser un interlocutor que puede comprender mis ideas políticas. Hacer digeribles los conceptos para el alcance de cualquier persona dignifica.
Llevar la política a conceptos simples es incluso más difícil que elaborar tesis complejas, y detrás del desprecio a su simplificación se esconde la incapacidad de lograrlo. Dicen, y con razón, que un profesor aprende de nuevo al preparar una clase por la necesidad que tiene de convertir su conocimiento complejo en algo claro y de fácil aprendizaje. No hay nada de simple en hacer una idea simple.
Cuando se culpa a la sociedad por el fracaso de un proyecto político, hay ausencia de mea culpa. Lo mejor y más sano que uno puede hacer es revisar lo que falla, lo que no se entiende, lo que no emociona, lo que no moviliza, lo que no cuadra en la historia que se cuenta. En cambio, desdeñar así de la gente no tiene nada de diferente a la comodidad de atribuirle el destino a los designios de una deidad esquivando la responsabilidad propia.
Curiosamente, las personas que sufren de este ensimismamiento político no son tontas, por el contrario, suelen ser los miembros más preparados de la sociedad. Pero la vanidad les pasa factura, creen que es la gente la que debe estar rendida a sus pies, embelesados ante su conocimiento, y que no deben hacer ningún esfuerzo para ser comprendidos.
La sorpresa se la llevan en las urnas, pues subestiman a sus contendores capaces de hacer historias dignas de Disney con conceptos claros y sencillos; creen que eso es tonto e infantil, pero salen derrotados por ellos, los que abrazan el marketing en la política ¿Quién es el tonto entonces? Los intelectuales de la política piensan tanto que no pueden ver lo evidente. Como decía Caeiro: pensar es tener los ojos enfermos.
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