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Preguntándome semana tras semana cuándo debo parar de escribir sobre lo mismo, vuelvo al poeta palestino que se aferraba a la poesía política mientras los bombardeos no le permitieran oír los pájaros. Hoy el puñal está enterrado hasta el hueso y no permite sentir ni pensar en nada distinto a los más de dos millones de personas que habitan el infierno de Gaza, los más de diez mil muertos (casi la mitad niños) en un mes (fueron doce mil en el asedio de Sarajevo durante cuatro años), todos los palestinos y sus animales y sus árboles y sus casas, y, sobre todo, los niños que sobrevivan —si alguno lo hace—, que deberán gastarse el resto de su vida haciendo poesía política para no imitar la guerra, intentando volver a oír los pájaros sepultados junto a sus familias, sus sueños y su esperanza.
Pensaba si esa poesía podrá tener en el centro el perdón. Fantaseaba con el ejemplo descomunal que le hubiera dado Israel al mundo si, en contraste con el terrorismo de Hamás y consciente del dolor del pueblo palestino que también ha luchado por su derecho a existir dignamente en un territorio propio, se hubiera detenido antes de hacerle honor a la venganza. Si hubiera respirado antes de desencadenar un genocidio y se hubiera recordado en voz alta su humanidad y su responsabilidad ante la imposibilidad de acabar con Hamás sin exterminar a una población civil inocente, sin desangrar al mundo para demostrar que su defensa es mortal. Como si un niño de seis años le sacara un ojo a un adulto y el adulto les cortara la cabeza a él y a toda su familia.
Israel se hubiera enaltecido si se hubiera detenido en la proporcionalidad y en la profunda diferencia entre un estado y un grupo terrorista. Hoy seguiríamos concentrados solo en la atrocidad del dolor de las víctimas israelíes, condenando incondicional y exclusivamente a Hamás, y el apoyo de otros países estaría enfocado en rescatar o negociar el regreso de los secuestrados a casa. Pero todo eso lo ha borrado un estado que se ha convertido en terrorista, un Benjamín Netanyahu criminal de guerra que cultiva el odio y que ha inundado de sangre fértil la tierra en la que quiere vivir en paz. Mientras tanto, cientos de miles de judíos expresan que aquello no es en nombre suyo, resisten ante lo que llamó David Trueba los monstruos propios, esos con los que se comparte cultura, lengua y destino, más difíciles de enfrentar que el enemigo distinto. Son los valientes que se resisten a “las patrañas que se cometen en nombre del patriotismo”.
Recordé esto que escribió Azahara Palomeque hace poco: «Cuando, un día, una alumna que batallaba por explicar el racismo afirmó: ‘ser negra es no poder olvidarte un instante de que eres negra’, me pareció la definición más exacta del desarraigo, el recordatorio de que no encajas, nada en ti se enraíza allí donde te envenenan a diario (…) La guerra, pensé, quizá sea el mecanismo más poderoso con que construir millones de seres desarraigados y, aunque solo suelen contarse las víctimas mortales, el mayor daño lo carga el superviviente, mutilado de un soporte para sus pies vencidos». Qué carga infinita e inhumana la que representan las clasificaciones de los hombres y sus fronteras: tener que afrontar cada día con pánico el que se sabe judío o palestino cuando lo rodean otros. Vivir en el abismo por azar.
Leía una publicación bellísima en una cuenta llamada Islamic Treasures sobre una niña que le preguntaba a su madre si debía parar de pensar en el dolor tan profundo que le producía Palestina, y la madre le respondía que el corazón era un músculo que había que ejercitar, que solo unos pocos eran elegidos para el honor de sentir el dolor del otro, incompatible con la falta de disciplina y los corazones débiles, un compromiso con mantenerse abierto a sentimientos difíciles y con el activismo y la compasión. Le decía que ser elegida para procesar y sanar el dolor del mundo requería un corazón fuerte y valiente, y que la única esperanza de la humanidad estaba en las manos de personas devastadas como ella. Que siguiera sintiendo. Yo me doy descansos pero sigo viendo videos que me dejan en carne viva para no cegar mi conciencia. Y a partir de ahí vuelvo a escribir porque el que tiene el puñal clavado en el hueso se queda sin voz y es urgente pedir auxilio en su nombre.
Decía el escritor José María Ridao que “en cualquier otro lugar del mundo, la reacción inmediata ante una acción terrorista no es activar el derecho a la legítima defensa del Estado donde se haya perpetrado, sino los mecanismos policiales y judiciales”, y que el hecho de que ante semejante matanza en Gaza los ciudadanos del mundo estén tan divididos y no pidiendo con una sola voz el cese de la violencia, es la prueba de la resignación ante un fanatismo aterrador. Tenemos una humanidad más inclinada al fanatismo que a la compasión y es una verdadera lástima, la base para una poesía triste.
Contaba el periodista Juan Arias una historia de su padre sobre el perdón y sobre “devolver bien por mal”, y pensaba yo en la puerta de la belleza que hubiera podido abrir Israel. Citaba en esa misma columna esta idea de Pepe Mujica: “En mi jardín hace décadas que no cultivo el odio porque aprendí una dura lección que me puso la vida. El odio es ciego como el amor, pero el amor es creador y el odio me destruye”.
Veo los niños temblando y la puerta de la belleza cerrada, y pienso en lo que escribió Manuel Vicent sobre un maestro que le decía a su discípulo que guardara la sensación de felicidad para usarla como consuelo cuando la necesitara, concluyendo que “sin duda el maestro ignoraba que la felicidad produce a veces una profunda desolación”.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/