La nación del tiempo detenido

La nación del tiempo detenido

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“Vivir aquí es como si el tiempo no pasara, como si pasara sin poder tocarme, como si me tocara sin cambiarme.”

Los adioses. Juan Carlos Onetti.

Un amigo reciente al que admiro y con el que comparto principalmente ideas, es decir, uno de esos regalos inesperados de la vida, me preguntó esta semana cómo iba digiriendo el resultado de la primera vuelta de las elecciones en Colombia y le respondí que mal, desesperanzada, viendo el panorama oscuro e incapaz de sumarme a ese positivismo tóxico tan de moda que repite como robot que si uno hace sus cosas bien, todo estará bien.

Le conté que al día siguiente tenía que entregar esta columna y ni siquiera sabía de qué escribir. No porque no hubiera una infinidad de temas, sino porque no tenía ganas. Se me juntaron el cansancio del final de una obra y una mudanza, con el de un país roto que se empeña en elegir mal y el de la vida misma, que a veces pesa a punta de tener que desempolvarlo todo una y otra vez.

Pensé que lo más fácil sería dejar de enviar la columna en esta ocasión, pero supe que era una puerta que prefería no abrir, no solo para mi texto semanal, sino para tantas otras cosas, porque cuando se renuncia una vez es más fácil volverlo a hacer, y por lo costoso que nos sale como sociedad todo lo que excusamos con un “en esta ocasión”. Y también tuve presente la alegría que me da despertarme los viernes a redescubrir mis ideas en letras que escribo para seguir siendo quien soy.

Qué fácil a veces la quietud, la renuncia, el aferrarse a esa comodidad de que sean los otros los que hagan, los que decidan y le den cuerda al mundo. Qué vulnerables y volátiles somos, en tantísimos sentidos. Me impactó la capacidad de muchos el domingo, ante la sorpresa de los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta, de saltar inmediatamente a un bando que jamás habían considerado y del que no sabían prácticamente nada.

Eso nos pasa: que nos gusta más la ignorancia que lo que identificamos como negativo. Puede ser peor lo que desconocemos, pero no queremos averiguarlo oportunamente. Elegimos la ceguera. “Ojos que no ven, corazón que no siente” por encima de “mejor malo conocido que bueno por conocer”.

Yo tengo claro que mi moral me impide apoyar a alguno de esos dos candidatos para liderar el país. Y no porque, como inocentemente cuestionan muchos, crea que vaya a ganar el voto en blanco o porque piense que esa minucia de la expresión anónima de mi moral vaya a cambiar algo. No lo hago para ganar, sino para seguir siendo quien soy.

Decía que somos vulnerables. Esta semana me vi un lunar raro en la espalda y algo frío me recorrió el cuerpo. Pensé, como buena amante del drama, que, tal vez, hasta aquí llegaba mi historia. Y después concluí que si eso se confirmaba, tampoco sería tan grave. Disfrutaría lo que quedara y simplemente así habría sido para mí. Pero resultó que me había rascado el lunar y no pasaba nada. Como casi siempre con casi todo.

Recordé mi molestia ante el pánico de muchos colombianos al triunfo de uno de los candidatos —que los ha llevado a compartir cuanta basura reciben mientras se dan bendiciones— y cómo, así también me parezca terrible el personaje, no he permitido que ese terror me toque. Si gana, gana, y la vida seguirá, sea el lunar del cáncer o un simple rasguño. Porque la vida es la posibilidad permanente de que se oscurezca el panorama y la cuestión es no rendirse en el intento de aclararlo sin convertirnos en la propia oscuridad y con pleno derecho a rechazarla —y llorarla— en voz alta.

Yo seguiré eligiendo desde mi moral, buscando una sociedad más humana y más libre, en un país que amo por su belleza y detesto por su tendencia a destruirla, el país de los cien años de soledad, la nación del tiempo detenido.

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