La muñeca de Kafka

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Me voy unos días a una cabaña en la playa con la familia. Junto a la alegría compartida de ese primer instante de la visualización del mar, la constatación de la belleza que nos espera, salen a la superficie esas pequeñas diferencias imposibles de no ver cuando se vuelve a habitar una misma casa con quienes se ama pero hace tiempo no se vive. Salgo sola y me siento en una tumbona frente al mar. Lo miro, lo oigo, lo absorbo. Se acerca un hombre que carga hamacas y sombreros bajo el sol. Ya nos hemos saludado. Se para al frente mío y no me ofrece lo que vende. “Uno tiene que sufrir callado”, me dice, y se despacha a romper ese silencio. Su madre sacó adelante sola a doce hijos. Salía fuerte y sin quejarse y vendía de todo y solo era que los mirara para que le obedecieran. Él tuvo que dejar de estudiar a los once para trabajar y ayudarle. Después sacó adelanté a su propio hijo, le pagó una educación, pero se lo mataron a los veintidós. Entonces, dice, le queda la hija que terminó de estudiar educación física y se tuvo que ir a buscar trabajo en una piscina en otro pueblo sin que le terminara de sanar una herida que tenía en la boca. Me lo cuenta todo de corrido, no es capaz de parar. Yo no respiro. Me sumerjo en el sonido de las olas, que parece menos poderoso. Me dice que la playa está muy sola y que no ha vendido nada y yo siento el peso del mundo en sus hombros, cargando hamacas en ese calor abrasador, y en los míos, que saben que además del desahogo las historias buscan más ayuda de la que le puedo dar.

Se despide. Mis gafas de sol disimulan lágrimas gruesas a punto de romper. Me paro rendida para regresar a la cabaña. La espuma de las olas sigue brotando, incesante, recordándome que por más bonito que parezca todo, es real. Me topo de frente con el vendedor de helados. Lleva la nevera sobre la espalda y me dice que la playa está sola, que no ha vendido nada. Más adelante veo a la mujer del masaje. Y a la de la fruta. Y a la de los collares. Llego a la cabaña y paso junto a la caneca de basura que hay a la entrada. Meto el brazo entero para sacar una vez más las latas de cerveza que no deben ir ahí. Lo hago todos los días. En la mente se asoma el abismo. Está el mundo entero pidiendo ayuda y yo también.

Me gusta pensar en la conocida historia de Kafka y la muñeca. El escritor, que estaba enfermo y le quedaba poco tiempo, se encontró en el parque a una niña llorando desconsolada porque había perdido su muñeca y desde día siguiente le llevó una carta diaria en la que la muñeca contaba por qué se había ido, detalles de su nueva vida conociendo el mundo. Y así tranquilizó a la niña, que entendió por qué la muñeca no iba a volver. En Brooklyn follies Paul Auster lo recuerda y dice: “La niña tiene su historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.”

Relataba en una columna la periodista Luz Sánchez-Mellado que le tocó ver a primera hora de la mañana a una mujer mayor con cáncer haciendo fila sola para intentar obtener los exámenes que necesitaba, a ver si lograba hacer algo por su vida, como otra mujer a la que conocía y que se había salvado. Pero con mucha amabilidad todo le fue negado y cuenta la periodista que nadie la miraba, nadie decía nada, nadie tenía agallas, y entonces la señora salió con su carpetica bajo el brazo y los ojos ‘tristísimos’. Y dice que no pretende denunciar lo mal que está la sanidad pública, sino que “Es la puta vida que, a veces, se te hace cuesta arriba desde por la mañana temprano”.

Para eso las olas del mar. Los libros. Las cartas de la muñeca de Kafka.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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