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Hay una vaca que se llama Mariposa. Es de una mujer campesina que trabaja cuidando barcos en el muelle de una represa. Cada tarde, cuando vuelve a casa, Mariposa se le acerca para recibirla como un perrito. El fin de semana la encontramos llorando. “Mariposa parió y se nos está muriendo”, nos dijo, “ella es parte de mi familia”. No puede ser. La abrazamos. Buscamos cómo ayudarla. Unos chicos que trabajan en el muelle se rieron: “Un animal se remplaza”, dijo uno, “mírenlo por el lado bueno: vamos a comer carne”, dijo el otro. “Hay que ponerle humor a la vida”, dijeron. Hay que ponerle amor, les dije.

Me gusta pensar en los ángulos de la mirada porque así se ve la vida. Escribió Mónica Ojeda en Las voladoras que “El mundo estaba lleno de cosas terribles que podían dejar de verse si cerraban los ojos, pero los oídos no tenían párpados”. Creo que uno nunca debe dejar de mirar porque eso es como morirse. Si uno está vivo, vivo de verdad, la belleza y el dolor encuentran la forma de entrarle y se combinan en sumas y restas que crean ángulos de miradas únicas. A veces duele más. A veces brilla más. Estalla un hospital de niños en Kiev y las imágenes son aterradoras. Solo saber que sucede algo así produce miedo de vivir. Pero no hay que dejar de contemplar lo que es la existencia, sino observar también los árboles y los sinsontes mientras arden las raíces de los ojos. Hay que ponerle humor a la vida pero, sobre todo, amor.

Los ángulos son fundamentales. El fin de semana sucedió algo maravilloso e inesperado en una Francia que se unió para frenar a la ultraderecha, y algunos se escandalizaron diciendo que ganó la extrema izquierda. No, ganó Francia, ganó el mundo porque un montón de personas fueron capaces de detenerse a analizar lo que estaba en riesgo y tuvieron claro que su voto era clave para impedir lo inaceptable, que podían votar a quien probablemente no hubieran votado en otras circunstancias porque era la opción de unirse con quienes pensaban distinto en unos aspectos a través del vínculo de los valores irrenunciables. Pasaron por encima de la ira, del delirio polarizador de las redes sociales y el ansia venenosa de tener la razón. Votaron con sensatez. Y, así, lo que vemos millones hoy en Francia es la responsabilidad de oír a esa población para crear un gobierno diverso unido, digno de esa nación, de esa sociedad capaz de hacer lo que hizo, y del momento que vive el mundo, que necesita más de esa sensatez. Es la forma de mirar. Además, desde una base en la que no falte el amor. Porque el amor es un ingrediente invisible en tantísimas recetas de lo que pasa todos los días, pero siempre tiene que estar.

Desde hace unas semanas, cuando murió mi abuela, puse varias fotos que tenía ella en su habitación en el espacio de mi casa que es mi oficina. En una tengo dos o tres años y me cargan mis abuelos entre los árboles. En otra tengo cuatro o cinco y sostengo la brocha con la que pinto una silla de madera de azul, junto a mi abuelo y mi hermana. En otra sonríen varias personas de mi familia —de las que solo está viva una— cargándome en mi bautizo. Entro a trabajar cada mañana, las miro y siento ternura y tristeza y nostalgia y amor. Algo me recorre el cuerpo y sé que ese día que empieza es mi vida.

Ese columnista con letras desbordantes de humanidad que es Manuel Vicent escribió hace poco sobre los libros y los objetos en los estantes de su biblioteca: “Si quiero leer Las flores del mal, de Baudelaire o Vidas paralelas, de Plutarco, me veré obligado a apartar un retrato de Toby, el perro callejero que me ayudó a entender la vida como es. No todo está en los libros. También la felicidad está en los estantes”. No se olviden de detenerse a mirar. Ni de que en los ángulos está la luz que permite llamar Mariposa a una vaca. Y salvarla.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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