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La sociedad es compleja y está integrada por diferentes individuos, cada uno con intereses, propósitos y motivaciones de acción propias. Por esta razón, necesitamos de una serie de reglas obligatorias que establezcan unos parámetros mínimos de comportamiento que permitan la interacción pacífica entre nosotros y que sancionen a quienes se desvíen de las mismas. El derecho, de esta manera, tiene como función principal la estabilización de las expectativas individuales en la vida en sociedad.
Por supuesto, siempre habrá personas que se salten las reglas, eso es inevitable. Pero mientras la mayoría de individuos cumpla con las normas más básicas y fundamentales de interacción social, la vida en sociedad se podrá desarrollar de manera más o menos normal, siempre que el Estado cumpla con su deber de sancionar de manera proporcional e igualitaria, sin preferencias ni favoritismos, a quienes le hagan el quite a la ley.
Pero, ¿qué pasa cuando son las autoridades estatales quienes irrespetan el derecho? ¿Qué ocurre cuando aprovechan el carácter ambiguo que suelen tener las normas jurídicas para incumplirlas de manera soterrada? ¿Qué sucede cuando las autoridades se saltan la ley mediante la trampa que justifican recurriendo a argumentos leguleyos? Pasa lo obvio: el derecho se deslegitima, pues si las autoridades en cuya cabeza se encuentra la obligación de hacer cumplir las normas son quienes actúan de manera irregular, las leyes difícilmente serán vistas como mandatos de carácter obligatorio por parte de la ciudadanía, que sentirá que el derecho no es más que un instrumento del poder político para dominar a los individuos.
Es por esto que la primera virtud de quienes aspiran a representarnos, sea como legisladores o como gobernantes, es mostrar el mayor respeto por el derecho. No se trata de rendirle falsas pleitesías a la ley, como lo hacen quienes se saltan su espíritu apelando a incisos, parágrafos, numerales y otras supuestas astucias, sino de acatarla de manera ejemplar y, en caso de estar en desacuerdo con la misma, proponer su modificación de acuerdo con los procedimientos establecidos para ello.
Lastimosamente, esta campaña presidencial nos ha demostrado que ninguno de los candidatos con mayores probabilidades de llegar a la Presidencia de la República parece dispuesto a asumir esta actitud, sino justamente la contraria: aquella ejemplificada por la frase “para mis amigos todo; para mis enemigos la ley”, que se atribuye a Benito Juárez. Pero bien harían Gustavo Petro y Federico Gutiérrez en recordar que el buen gobernante, para ser justo, debe también parecerlo.
Todo indica que, independientemente de quien gane las elecciones presidenciales, le esperan cuatro años muy difíciles al Estado de Derecho en Colombia. A quienes lo valoramos, solo nos queda seguir insistiendo en su defensa, hasta que logremos consolidarlo o hasta que este sea arrollado por quienes parecen despreciarlo, sin ser conscientes de su infinita valía.