Tengo un hueco en el dedo anular derecho. Más que un hueco es un hundido en el costado del dedo, entre la uña y el primer nudillo. El hundido es la huella del lápiz que apretaba con fuerza para que no se resbalara mientras escribía, siempre he tenido manos sudorosas. Al principio solo podía escribir con lápiz y medía los meses por el número de lápices que gastaba. Mi mamá decía que me los comía, como si fuera un sacapuntas humano, una niña sacapuntas. Tenía uno rojo para los títulos y uno negro para todo lo demás. El rojo no se borraba, aunque tenía un borrador en la cabeza. Más que un borrador era una piedra pómez que rompía la hojas y me destemplaba los dientes. En los títulos no me podía equivocar porque no podía borrar, en lo demás no había problema, o sí porque como escribía tan duro el papel quedaba marcado para siempre, no había borrador que pudiera borrar un surco en el papel.

La primera letra de mi nombre siempre me pareció deforme. Quería un nombre que empezara por jota o por eme que eran las letras mayúsculas que me parecían más bonitas, pero tenía un nombre que empezaba por uve y la uve mayúscula cursiva era una vaca, no una letra. Aprendí a juntar las letras, a escribir en letrapegada y con lápiz para poder borrar; al lapicero pasábamos en tercero. En tercero también hacíamos la primera comunión, pero me emocionaba más escribir con tinta, tener corrector en la cartuchera, decir cosas que no se podían borrar. Los números eran otra cosa, siempre tenían que estar en lápiz ¿a quién se le ocurre hacer una operación matemática con lapicero?

Mi letrapegada era grande y redondeada, siempre se salía de los renglones y los cuadernos no me duraban mucho. Era a la vez niña sacapuntas y niña comecuadernos. No puedo decir que haya sido una decisión, la letra me salió así sola. A las otras niñas les salía diferente, la de Mónica era de hormiga y la de Juliana de palitos. No podía creer que con la suerte que tenían de que sus nombres empezaran con las letras más lindas del abecedario de las cursivas, escribieran tan apretado, tan alargado.

El surco que hacía en el papel, el que no se borraba ni con borrador miga de pan, traspasaba las hojas y si me concentraba podía leer lecciones enteras en las páginas en blanco. Eso hacía que mis cuadernos no fueran pulidos y tener cuadernos pulidos era muy importante, incluso había niñas que tenían dos cuadernos: el despulido que hacían en las clases y el pulido que copiaban en sus casas, sin errores, sin dobleces, sin marcas de sudor. Eran las mismas niñas a las que no se les resbalaban las medias y llegaban a la casa por la tarde peinadas igual a como las habían mandado por la mañana. No era de esas niñas, mis cuadernos tenían manchas de jugo de mora que se abrían como mariposas en la costura del lomo. Las hojas estaban onduladas por el sudor seco, mis medias siempre estaban abajo y mi mamá no me hacía peinados.

Perfeccioné mi letrapegada con lápiz hasta el último día de segundo. El primer día de tercero empecé a escribir con tinta y con letra despegada. Ahora tenía dos lapiceros: uno negro y uno rojo y ninguno se borraba y también tenía un tubo barrigón lleno de corrector. Un día el rojo no fue suficiente y empecé a explorar otros colores para los títulos: rosado, verde, azul, uno para cada materia. Las cartucheras empezaron a ser símbolos de estatus y los lapiceros medallas que exhibíamos sin pudor sobre el pupitre. De olor, con mirella, fosforescentes, traídos de Estados Unidos, con sellos en la cabeza, con luces en la cabeza y hasta borrables, qué abominación. Prestar un lapicero era hacer una promesa de amistad eterna.

La letra determinaba la posición social en el colegio. Solo había dos clases: las que tenían letra bonita y las que tenían letra fea. La letra bonita era valorada por las profesoras, una letra bonita es más agradable de leer, no hay que sacarse los ojos para entender qué dice el examen. También era codiciada por las remitentes de la recién estrenada correspondencia preadolescente. Los cuadernos eran trabajo, las cartas amor. Empezaron a hacerse famosas las que pasaban con su letra las cartas que otras escribían para el día de la madre, para el día del padre y para los primeros novios, esas se mostraban como tres mil lapiceros de mirella. Las que tenían hermanas mayores traían las modas de las cartas de bachillerato y las demás las copiabamos con esmero, pero era difícil ocultar el trazo infantil, por más de que queríamos tener corazones de mujer todavía teníamos manos de niñas.

4.9/5 - (7 votos)

Compartir

Te podría interesar