La institucionalidad vs la institucionalidad

Antier, Colombia vivió algo histórico. Un expresidente fue condenado en primera instancia por 2 de los 3 delitos por los cuales, muchos años atrás, había sido acusado. El caso es sorprendente y capturó la atención de la mayoría de los colombianos: unos celebrando, otros indignados.

Ante esta situación surgen muchas emociones, pero hay una que predomina en mí: el asombro. ¿Cómo puede ser posible que un hombre al que le confiamos el liderazgo del país por dos periodos seguidos, que representó durante tanto tiempo la voz de un sector del pueblo en el Congreso, y que incluso es considerado uno de los líderes más influyentes de nuestra historia, termine hallado culpable de delitos?

¿Estos son quienes defendían nuestras instituciones? ¿Quiénes hablaban de ley, justicia, libertad y dignidad? Parece un mal chiste: hemos elegido tan mal a nuestros gobernantes —en todos los bandos— que incluso la misma justicia que ellos decían defender termina declarándolos culpables.

En medio de este debate, lo que más me sorprendió fueron las reacciones de varios políticos —gobernantes y voces con poder de decisión— que cuestionaron el actuar de la jueza, deslegitimando su criterio y su capacidad profesional. Alegaban inocencia aun cuando ya existe un fallo judicial en primera instancia. ¿Cómo confiar en un sistema institucional cuando quienes forman parte de él lo atacan públicamente? Es, honestamente, un tiro en el pie: una institucionalidad debilitando a la otra.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con economía? Mucho. Demasiado. Casi todo. En economía, una de las hipótesis centrales sostiene que los países con instituciones sólidas y una ciudadanía que confía en ellas logran mejores niveles de crecimiento económico y bienestar social. Esto ocurre porque la confianza institucional facilita la cooperación y reduce los costos de transacción: cuando creemos que las reglas se cumplen y que la justicia opera de manera imparcial, es más fácil trabajar en conjunto hacia objetivos comunes.

Las instituciones y la confianza en ellas son el corazón del sistema económico: son las que garantizan que los contratos se respeten, que los mercados funcionen, que la moneda sea estable, que los impuestos se paguen y que los ciudadanos cooperen bajo un mismo marco de reglas. Sin ese entramado institucional, todo lo demás se desmorona.

No es casualidad que en Colombia tengamos graves problemas de evasión y elusión tributaria. No solo porque haya actores ilegales, sino porque incluso ciudadanos con trabajos legales y sin intención de delinquir buscan evitar pagar impuestos, convencidos de que “igual se los roban”. Esa desconfianza erosiona el pacto social que sostiene al Estado y, por ende, limita su capacidad de proveer bienes públicos esenciales.

No digo que evadir esté bien, pero tampoco podemos ignorar su trasfondo; más bien doy la misma respuesta que dio Jesucristo hace más de 2.000 años en un debate similar:
—¿De quién es la cara en la moneda?
—Del César.
—Pues entonces, den al César lo que es del César.

Pagar impuestos, al final, no es otra cosa que contribuir al sostenimiento del sistema que nosotros mismos hemos decidido construir: un Estado que organiza la vida en sociedad bajo acuerdos, reglas y principios comunes, permitiéndonos enfocarnos en lo que cada uno hace mejor. El Estado, aunque imperfecto, sigue siendo uno de los mayores logros colectivos de la humanidad.

Claro, está roto. Refleja nuestras propias fracturas como sociedad. Pero esa no es razón para debilitarlo aún más. Por eso existen la democracia, la voz y el voto popular: para corregir y fortalecer el sistema desde dentro, no para dinamitarlo desde sus cimientos.

No hay utopías reales, pero sí hay quienes trabajan para acercarnos lo más posible a ellas. Aquí es donde incluso la teoría económica tiene sentido: aunque sea un marco ideal, nos orienta sobre el “deber ser” institucional y económico, aun sabiendo que nunca alcanzaremos la perfección absoluta.

Lo de antier, para mí, no es otra cosa que una institución cumpliendo su función: defender la ley sin importar el poder. Al final, no deberíamos defender líderes ciegamente, sino siempre, la verdad. Confiar en que nuestras instituciones pueden aplicar justicia a todos por igual no solo es un ideal moral: es una condición indispensable para que la economía funcione, los mercados sean confiables y la sociedad prospere.

Porque sin confianza en las instituciones, no hay contratos que valgan, ni inversión que llegue, ni crecimiento que se sostenga. Erosionarlas es erosionarnos a nosotros mismos. Y por eso, en el fondo, la justicia no es solo un acto simbólico: es uno de los cimientos de la economía y de la vida en sociedad.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/

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