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La historia es torpeza

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Quizás lo que más me desconcierta de muchas teorías conspirativas, y en particular, de sus creyentes, es la certeza que ponen en la capacidad de previsión, planeación y ejecución de sus supuestos instigadores. Porque casi todas las teorías conspirativas suponen algún titiritero mayor, un poder, casi siempre oculto o gaseoso, que mueve las cosas tras bambalinas, que aprieta los botones o estira las cuerdas que permiten fingir el alunizaje, derrumbar las torres gemelas con explosivos en sus bases o simular un golpe de Estado en Rusia para engañar a Occidente. Los responsables de estos esfuerzos, enormes retos logísticos en sí mismos, son los mismos que lideran estructuras estatales y agendas políticas comúnmente torpes. Cualquiera que haya trabajado en un gobierno sabe que sería básicamente imposible ocultar cosas de esta magnitud, pero, sobre todo, lograrlas sacar adelante. Solo imaginen intentar sacar a tiempo la licitación.

Aparte de contadas excepciones, la historia de los grandes y elaborados planes es la historia de los grandes fracasos y frustraciones. Y las grandes conspiraciones, la capacidad superior de los estrategas maestros, suelen ser más consecuencia de la ficción o la propaganda que la realidad. La historia es contingencia y terquedad, el reino de los grandes improvisadores, de la suerte y del caos. Y allí muchos de estos personajes son excelentes jugadores, porque saben aprovecharse de lo inesperado o al menos, porque son bendecidos por la fortuna.

La más reciente fuente de teorías conspirativas geopolíticas fue el fallido golpe de Estado que el grupo mercenario Wagner adelantó en Rusia contra Vladimir Putin. Hay mucho que todavía no sabemos sobre el episodio, enmarañado en el secretismo natural del Kremlin y una avalancha de propaganda para ocultar la verdad con ruido, pero no son pocas las personas que han promovido una explicación extraordinaria: que todo fue un montaje. Las razones del montaje varían. Desde la posibilidad de mover tropas a Bielorrusia sin despertar sospechas (algo que los rusos podrían hacer sin tanto trauma y de nuevo, sospecha), hasta la necesidad de hacer una limpieza en el mando ruso (algo que no ha ocurrido y que no necesitaba una excusa tan costosa).

Ahora, estas teorías suelen ser promovidas por los apologistas de Putin. El objetivo más evidente -la vueltacanela argumental- es mostrar al presidente ruso como un gran e incomprendido estratega y no como a un tirano en problemas al que casi lo destrona un antiguo aliado al frente de un raquítico contingente de trescientos mercenarios descontentos. En el centro hay una coincidencia terrible: el punto de encuentro entre la popularidad alborotada de las teorías conspirativas como posiciones políticas y la vulnerabilidad general a creerlas en un ecosistema de desconfianza por fuentes creíbles de información.

La necesidad de encontrar explicaciones extraordinarias debe surgir de -curiosamente- mentes profundamente conservadoras. Porque es orden lo que buscan las grandes conspiraciones; explicaciones que, aunque inverosímiles, proveen estructura y alguna lógica a acontecimientos que sin estas forzadas explicaciones serían producto del caos. Y qué susto el caos, dirán. Pero ese desorden natural de los acontecimientos, esa simpleza que puede desconcertar y esa torpeza que parece decepcionar han sido casi siempre regla, no excepción, de los engranajes de la historia.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/

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