Esta tarde tuve la oportunidad de compartir con un grupo muy especial de mujeres. Conversamos sobre eso que cada una de nosotras es y lo que tenemos para decir. Hablamos de nuestros intereses, de nuestros caminos y de las luchas personales y políticas que hemos tenido que enfrentar para llegar donde estamos. Hablamos de la soltería y del matrimonio, y de cuántas expectativas se posan sobre nosotras cuando decidimos compartir la vida con alguien. Nos contamos algunas de esas veces que nos han “quemado” por decir lo que pensamos y cómo nos ha tocado aprender a vivir, intentando siempre cambiar los paradigmas de un mundo construido para lo masculino.
Las mujeres hemos aprendido a vivir, o a sobrevivir, en un mundo diseñado para andar de pantalones. Nuestra fuerza individual y colectiva nos ha ayudado a transitar por esta lucha por la igualdad, que parece interminable. Hemos tenido que aprender a guardar lo que sentimos para luchar en el campo de la fuerza y luego a desaprenderlo, entendiendo que, en nuestra vulnerabilidad, en nuestra historia, en nuestro mundo personal, está nuestro verdadero poder.
Escucharlas hoy hablar de feminismo, con la convicción de sus posturas, es mucho más común. Nosotras, la fuerza femenina, estamos sin duda en un momento crucial de nuestra historia, de nuestra lucha.
La pandemia nos ha dejado un desempleo femenino de 9,3 puntos por encima del de los hombres. Y una ocupación de la mujer rural mayor al 90% en labores no remuneradas, mientras que la de los hombres llega tan solo al 57%. Muchas de las luchas intensas en las que veníamos ganando espacio se han visto afectadas con esta crisis.
Y aunque el Boston Consulting Group ha dicho que “por cada dólar que se invierte en una empresa fundada o dirigida por mujeres se obtiene el doble de ganancias que en la de sus pares masculinos”, las mujeres seguimos ganando, por lo menos en Colombia, 12.9% menos que los hombres.
La lucha por la equidad de género es un camino al que aún le queda mucho por recorrer. La participación política de las mujeres sigue estando muy por debajo de la de los hombres, llegando nosotras a instancias políticas de elección popular en gran parte de los casos por simples relaciones de parentesco con ellos; dándole un nuevo significado a los delfines políticos y ocupando en nuestro país apenas el 19% de las curules del Congreso y un insignificante 12% de las alcaldías del país.
Y mientras más oscuras y desalentadoras las cifras, más seguimos luchando, más nos reunimos, más juntamos fuerzas, más pensamos y actuamos de manera conjunta para lograr una posición que nos quitaron la historia y las religiones.
Más seguimos enfrentándonos al imperativo de casarnos y ser madres en un país donde el 19% de las niñas y jóvenes rurales han estado o están casadas o en uniones de hecho. Y seguimos buscando espacios para trabajar nuestra salud mental mientras las cifras de suicidio femenino suben y suben. Seguimos descodificando los colores rosa y azul como el femenino y el masculino y enseñándoles a nuestras niñas y, sobre todo, a sus padres, madres y cuidadores, que también jugamos con herramientas y carritos.
Y aquí seguiremos poniendo el tema sobre la mesa en cada una de las conversaciones que podamos, aprovechando cada instante, cada momento, cada oportunidad que se nos dé para mostrar y demostrar a hombres y a otras mujeres por qué hay que hablar de esto, por qué debemos desaprender ese machismo encarnado en nuestros huesos, por qué repensarnos estructuras tradicionales y por qué hoy es el momento de cambiar esa realidad.
Espero entonces volver a sentarme con esas y con muchas otras mujeres a soñar, a conversar, a construir, a trabajar por esa realidad donde crecer como mujer no sea una lucha constante de demostración de capacidades, ni de poder. A construir espacios donde la participación no duela y donde no tengamos miedo de ser lo que somos ni de ser “quemadas”, como a las brujas de la Edad Media, por decir lo que pensamos.