La escuela como frontera de la vida

Ninguna familia debería vivir con el miedo de que su hijo no regrese de la escuela. Pero en Colombia esa confianza se ha quebrado una y otra vez por hechos que jamás debieron ocurrir. El nombre de Valeria Afanador es hoy un recordatorio doloroso de que la escuela, ese lugar llamado a ser refugio, puede fallar en su deber más básico: cuidar.

Valeria fue vista por última vez el 12 de agosto, en el recreo de su colegio, el Gimnasio Campestre Los Laureles. Durante 18 días su familia y la comunidad vivieron entre la angustia y la incertidumbre, hasta que el 29 de agosto su cuerpo fue hallado en el río Frío. El dictamen preliminar de Medicina Legal estableció que la causa de muerte fue ahogamiento; no se registraron lesiones externas de violencia física, aunque las investigaciones forenses siguen abiertas. Cada una de esas frases carga el peso de un universo entero: la fecha, el lugar, la espera, el desenlace. No son simples palabras, son la huella de una vida truncada y el recordatorio de un mundo que se resquebraja, y solo pueden pronunciarse con la voz temblorosa.

La familia, quien ha informado que Valeria era una niña con síndrome de Down, considera que el colegio pudo incurrir en presuntas omisiones y exigen claridad. Por su parte, la Gobernación de Cundinamarca y otras entidades anunciaron investigaciones administrativas y jurídicas. No se trata de dictar condenas anticipadas, sino de reconocer un hecho irrefutable: una estudiante no debió salir del perímetro escolar sin que nadie lo advirtiera, y mucho menos perder la vida en un trayecto que nunca debió recorrer sola.

El caso nos obliga a mirar la escuela no solo como espacio para el aprendizaje, sino como frontera de la vida. Allí no basta con enseñar contenidos académicos: es también el lugar donde se garantiza que los niños regresen a casa sanos y salvos. La Ley 1098 de 2006 (Código de Infancia y Adolescencia) y la Ley 1620 de 2013 (Sistema de Convivencia Escolar) no son simples códigos legales, sino compromisos: protocolos de seguridad, vigilancia, rutas de atención. Su incumplimiento, en casos como los de Valeria, no se mide en sanciones burocráticas sino en tragedias irreparables.

Puede incomodar a algunos actores educativos, pero la prevención en la escuela no es un asunto abstracto: implica medidas concretas. Cercas que impidan salidas inseguras, conteos constantes durante la jornada escolar, adultos responsables en las zonas de juego, planes de riesgo verificables y certificaciones reales de seguridad. Nada de esto es burocracia; son condiciones mínimas que marcan la frontera entre una infancia protegida y una tragedia evitable.

Pero hay algo más profundo: la confianza. Cada mañana, millones de padres en el país entregan a sus hijos en la puerta de un colegio. Ese gesto – aparentemente simple – es un acto de fe en el sistema educativo, en el Estado, en la comunidad. Cuando esa confianza se rompe, como en el caso de Valeria, no solo se quiebra una vida familiar: se erosiona la creencia de que la escuela es el lugar más seguro para un niño.

La memoria de Valeria no puede quedar atrapada en el expediente judicial ni en la noticia de turno. Tiene que transformarse en acción: en protocolos que se cumplan, en auditorías que no se archiven, en adultos que asuman la dimensión ética de estar a cargo de vidas que apenas comienzan. Pedir que la escuela sea un refugio no es un asunto retórico: es exigir que el primer límite frente al riesgo sea humano, sólido y efectivo.

En esa tarea, el maestro ocupa un lugar insustituible, es el adulto que acompaña a sus estudiantes al volver del recreo, que advierte las señales de alerta en sus gestos y los cuida con esmero. Junto a las familias y al Estado, los docentes son guardianes de esa frontera donde la vida en la infancia se resguarda. Cuando la escuela asume esa responsabilidad de manera plena, la educación se vuelve algo más que un derecho: se convierte en una promesa cumplida de cuidado y futuro.

El mayor homenaje a Valeria, y a cada niño que confía su vida al aula, es que nunca tengamos que escribir de nuevo estas líneas.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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