La vida en la escuela avanza en espiral. No se trata de una trayectoria lineal ni predecible, sino de un movimiento que recoge experiencias, las transforma y las proyecta hacia nuevas posibilidades. Esta dinámica se hace especialmente evidente en la labor silenciosa pero profunda de los maestros, quienes renuevan su compromiso año tras año, sembrando no solo conocimiento, sino también esperanza. En un país como Colombia, donde la escuela ha sido históricamente refugio en medio de la guerra, su rol social es insustituible.
Este es el caso de Jorge Gómez, maestro y rector en el oriente antioqueño. Cuando llegó al aula como profesor de ciencias naturales en los años ochenta, se encontró con estudiantes llenos de curiosidad, pero también marcados por el conflicto armado y el desplazamiento. Su primera vuelta de la espiral consistió en transmitir conceptos básicos – la estructura celular, la importancia del agua – mientras intentaba conectar esos contenidos con la vida campesina. Entonces entendió que enseñar no era simplemente dictar lecciones, sino aprender a leer los rostros, los silencios, los miedos y las esperanzas de sus alumnos.
Poco después, los enfrentamientos de grupos armados obligaron a suspender las clases. Pero Jorge no se detuvo. Siguió enseñando desde otros escenarios, manteniendo el vínculo con sus estudiantes a través de visitas, materiales caseros y redes de apoyo. Así, su labor adquirió una nueva dimensión: la de protector del derecho a aprender, aun en medio de la incertidumbre. La escuela, en ese momento, fue más que un edificio: fue un acto de resistencia cotidiana.
Con los años, Jorge asumió la rectoría de su institución. Desde allí impulsó una visión de escuela como eje articulador de la comunidad, gestionando recursos, organizando huertas escolares, fortaleciendo bibliotecas y apostando por una educación situada, transformadora. En cada encuentro con autoridades locales, reafirmaba que su liderazgo no respondía a cuotas políticas ni intereses partidistas, sino a un compromiso profundo con la equidad, la dignidad y la justicia social.
Tras la firma del acuerdo de paz, Jorge supo que la escuela debía convertirse en un escenario de reconciliación. Organizó encuentros entre jóvenes y excombatientes, promovió murales de memoria, y abrió espacios de diálogo para reconstruir el tejido roto por la guerra. La escuela, entonces, se transformó en un laboratorio de paz, donde se sembraban semillas de perdón y futuro. Porque si en algún lugar se puede cultivar la confianza entre generaciones, es en las aulas donde se aprende a escuchar, a disentir sin odio y a convivir con el otro.
Hoy, a punto de jubilarse, Jorge comprende que su trayectoria no fue una línea recta, sino una espiral que lo llevó a profundizar, una y otra vez, en el sentido ético de la educación. En cada giro, supo que enseñar es también cuidar, sanar y construir país desde lo cotidiano. Para él, jubilarse no es retirarse, sino contemplar con serenidad las vueltas que dio, sabiendo que su legado está vivo en cada maestro que persiste, en cada niño que sueña.
En un contexto preelectoral donde los candidatos inundan con sus discursos los contextos escolares, es vital recordar que la escuela no puede ser botín de campaña ni escaparate de la politiquería. Debe permanecer al margen de intereses coyunturales, protegida de la manipulación y del oportunismo. Porque la educación es sagrada. Sus líderes – los maestros y rectores como Jorge – deben mantenerse en la espiral de la vida, no en la de los intereses transitorios. Solo así la escuela seguirá siendo ese lugar donde Colombia se piensa, se repara y se reinventa.
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