No es sencillo diferenciar las disputas electorales y los mensajes que los candidatos dan en ellas de las verdaderas iniciativas de gobierno que puedan tener si resultan eventualmente electos. De hecho, es común que ocurra cierta moderación, ajuste y corrección entre lo pregonado en campaña y lo ejecutado en gobierno, apenas normal porque una vez electos la información de los procesos de empalme y la posesión misma en el puesto y el contacto con la entidad y los grupos de trabajo que allí están pueden cambiar las ideas previas y los planes futuros, cuando no es que ese ajuste se da en la misma contienda electoral por los acuerdos políticos para llegar al poder, como bien lo mostró el caso chileno recientemente.
Pese a ello, hay una idea reciente en el país que está acabando con la, ya de por sí desprestigiada, confianza en las instituciones, es la idea de que en Colombia no existe una democracia o no funciona como una “real”. De eso han sido voceros tanto los candidatos de izquierda, Petro en particular, pero también los demás miembros de la otrora coalición del Pacto Histórico, y también la han enarbolado jefes políticos importantes de la derecha, como el expresidente Uribe, a propósito de los cuestionamientos a las pasadas elecciones legislativas.
Conviene desmentir esta tesis superflua y ligera por varias razones: la primera es que todas las personas que atacan el entramado institucional colombiano han jugado en sus reglas, ganado y perdido, debatido y peleado, con condiciones muy similares tanto políticas como disciplinarias. Basta con señalar, solo en el caso de Petro y Uribe, que ambos han salido victoriosos en contiendas electorales, han sido gobiernos en distintos niveles y ambos se han sometido con garantías más o menos parecidas al escrutinio de su actuar en lo disciplinario, fiscal y penal, pese a que estuvieron a merced de distintos tipos de jueces. Solo mencionando el caso de ambos uno puede ver que, en su trayectoria, con diferencias y seguramente con cosas por mejorar, las instituciones han estado presentes y sido garantes, incluso para responder a los retos de legitimidad que ambos han puesto sobre ellas, Uribe en el momento de buscar una segunda reelección inmediata y Petro en las distintas fases de disputa de sus procesos disciplinarios por su actuar como alcalde de Bogotá.
La segunda razón para debatir esta mala idea de desprestigiar las instituciones del país es más general y se basa en el buen funcionamiento del sistema y en acabar con el derrotismo y pesimismo histórico que algunos pretenden instalar: La democracia colombiana tiene problemas de funcionamiento similares a todas las instituciones políticas de la historia, con retos enormes de corrupción y eficiencia, pero no por ello es una institución destruida o incompetente. Que ahora actores políticos que han participado de su diseño, funcionamiento y desempeño quieran desprestigiarla e implosionarla en un acto de capitalización de indignación en el marco del proceso electoral presidencial es simplemente inaceptable, además de dañino por la ventana que abre a populismos que se basan, tanto de derecha como izquierda, en el actuar personalista no controlado por esquemas institucionales fuertes que por ello buscan acabar.
Esto para decir, finalmente, que es justamente a los extremos políticos que hoy parecen disputarse el futuro presidencial de Colombia a los que más les conviene acabar con el manto de duda sobre las instituciones y la democracia, en particular porque son ellas las únicas garantías que tienen para un escenario de derrota, necesitan en últimas de una democracia vigorosa y un Estado fuerte. Claro que es más rentable políticamente echar gasolina a la mecha de indignación, apatía y desprestigio; la moderación y templanza son virtudes castigadas en una campaña pugnas como la que tenemos, se corroboró en las consultas internas, pero en el mediano y largo plazo abogar por fortalecer, por mejorar y no por destruir es la única opción que tenemos si lo que pretendemos es mantener un Estado medianamente eficiente y capaz con el cual trabajar luego de la rapiña de la campaña presidencial.