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Salomé Beyer

La cultura del odio

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No sabía quién era Darío Gómez cuando escuché la noticia de su fallecimiento. Tal vez porque en mi casa nunca escuchamos su música o tal vez porque nunca me ha gustado la música popular, no sé. No veo absolutamente nada malo con eso, y aunque algunas personas han tomado esta opinión como un síntoma de mi supuesta superioridad moral, yo simplemente lo veo como eso mismo. Una opinión. No sabía quién era porque nunca hablaron de él en mi casa, y si lo hicieron, no estaba prestando atención. Obviamente justo después de escuchar la noticia, y de darme cuenta que existía un “rey del despecho”, busqué en Google y me dio muchísima risa el hecho de que yo no supiera quien era. Porque vivo en una burbuja, porque mis gustos son los mismos de mi burbuja, porque todos a mi alrededor sabían quién era Darío Gómez y yo no, el rey del despecho, y yo había pasado casi 20 años de mi vida en la oscuridad absoluta. Que risa. De mí misma. 

Escribí en Twitter, como muchas veces, en un tono de humor. Pregunté quién era Darío Gómez y la primera persona en contestarme, en juzgarme, fue mi mejor amiga, diciéndome inculta. Y claro, inculta soy, y de eso precisamente se trataba mi comentario. Porque creo que cuando perdemos la habilidad de reírnos de nosotros mismos, lo perdimos todo. Hasta la cordura, todo es reemplazado por la arrogancia. Lo que no me esperaba para nada fue haber recibido comentarios, diciéndome que no conocía a Darío Gómez porque mi papá me había abandonado, y esa era la música que hubiera escuchado si no lo hubiera hecho. Claro, el insulto es que estoy mal porque un hombre se fue de mi vida. Que típico. Y no, papá tuve y tengo, y nunca escuchó a Gómez. También me dijeron que con solo mirar mi cara “fea y deforme” podían saber que no tenía buen gusto. A Dios se le había acabado cuando me hizo. Mala colombiana, porque aunque hago todo mi esfuerzo todos los días por dignificar a las mujeres en Colombia, por promover la paz, por hablar de reconciliación, por intentar asumir las responsabilidades que me da mi privilegio, no conozco quién es el rey del despecho. Me merezco la revocatoria de mi ciudadanía, me dijeron. 

Esta reflexión, como muchas, parten de una anécdota diminuta, sin importancia frente a otras situaciones que muchas personas enfrentan. Mi vida no es digna de ser inspiración de relatos, y mucho menos de generar reflexiones profundas sobre qué somos, por qué y como podemos hacer algo para cambiar. Pero aunque no sea digna, aunque reconozco que las inspiraciones de estas columnas que escribo una vez a la semana son pequeñas, pequeñísimas cuando se contextualizan, esta en particular me hizo cuestionar por qué hemos normalizado tanto la humillación pública. No hace mucho también usaron esta herramienta en mi contra, cuando por un grupo de egresados del colegio comenzaron a tildarme de comunista porque critiqué el populismo de varios candidatos a la presidencia en mis redes sociales. La humillación pública, en su expresión más literal, es una costumbre retrógrada, que me transporta a vivir en la edad medieval, a recordar lo que he leído sobre como quemaban a las brujas en hogueras en la plaza principal de las ciudades europeas. Y como todo el pueblo observaba riéndose mientras escuchaban sus gritos.

Es muy fácil ser hostil detrás de una pantalla. Y lo digo porque lo he sido. También es muy fácil hablar mal de una persona sin que esté escuchando. Y lo digo porque lo he hecho. Es más fácil aún unirse a un grupo, la llamada “mentalidad de masas”, y emprenderla contra alguien porque no sabe lo mismo que nosotros, no piensa igual, o es diferente en una de las muchas maneras estúpidas en las que los humanos nos clasificamos. Es tan fácil que en Colombia hubo una guerra civil porque alguien se identificaba como conservador o liberal. Tan fácil que los profesores del colegio en el que me gradué tienen que cerrar sus redes sociales porque una vez los padres de familia encuentran sus perfiles, con sus opiniones personales, los tildan de comunistas. O peor. Es tan fácil que hay una condición psicológica que explica que cuando nos unimos a una masa nos enceguecemos. No somos nosotros. Y todo el internet, todo Twitter, es una sola masa que nos manipula y enceguece. 

Estoy harta de la cultura del odio que ha permeado a Colombia desde siempre. Estoy harta de las mismas divisiones de siempre, de la cultura de excluír al diferente, de quemar a la bruja en la hoguera de la plaza principal. Y creo que todas las personas también lo estarían si se encontraran en la posición de estar siendo quemados. Porque si no, seguirán odiando, seguirán juzgando, seguirán hablando sin medir el impacto que pueden llegar a tener sus palabras. Y ese es el ciclo, tristísimo, de la cultura del odio.

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