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No soy buena frenándome, sobre todo porque a mis veintitantos años me siento inmersa en una carrera contra el tiempo que no tiene ni pies ni cabeza. Es el limbo del recién graduado, del camino para seguir en la vida. Las pasiones, el trabajo, el salario y la independencia.

Una época extraña porque durante muchos años mi única obligación fue estudiar y ser buena hija, una buena persona; era mi zona cómoda. Con cartón en mano la vida se torna diferente; LinkedIn se vuelve mi nuevo hogar en búsqueda de algo que me dé dirección y sentido. Me gusta el discurso de la juventud porque me hace sentir imparable, pero la espera es confusa; que el mundo está lleno de posibilidades, que las empresas buscan a gente entusiasta, que las mujeres que apenas están entrando al mundo laboral tienen ciertas ventajas. Mucho ruido que, mientras pasa el tiempo, deseo creer, pero que la práctica me muestra lo contrario.

Tal vez la crisis de los veinte se debe a la incertidumbre o la ausencia de paciencia, de pronto es por el exceso de sueños y posibilidades. En esta época, mi época, todos empezamos a agarrar rumbos diametralmente opuestos: mis amigos se empiezan a casar; algunos conocidos se dedican a solo estar en la casa mientras otros ya tienen sus propias empresas; el inicio de grandes proyectos; ideas que los hacen verse muchísimo más adultos que yo.

Me asusta esa idea de querer comerme el mundo porque no tengo idea cómo hacerlo. No sé si sea verdaderamente cuestión de tiempo porque hay personas que a mi edad parecen tener ya todo resuelto. Me gustaría ser ellos, pero por ahora la única fórmula es improvisar, buscar respuestas donde aún no las hay. Aprender a conciliar que mientras descubro muchas cosas tengo que enseñarme a disfrutar el proceso.

Disfrutar que los años en los que tenga veinte nunca se repetirán.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/

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