La Corte y el aborto: una decisión democráticamente legítima

La Corte y el aborto: una decisión democráticamente legítima

La decisión tomada por la Corte Constitucional en la sentencia C-055 de 2022, mediante la cual se estableció que el delito de aborto tipificado en el Código Penal no se configura cuando este se practique antes de la semana 24 de gestación, es legítima desde un punto de vista democrático. En esta columna voy a explicar mis razones para sostener lo anterior valiéndome de la mejor filosofía política y del derecho reciente. Sé que las discusiones filosóficas pueden sonar algo abstractas, pero son sumamente útiles para pensar el contexto político e institucional colombiano. A los lectores que dudan de la utilidad de la filosofía para pensar la realidad, les pido un poco de paciencia para permitirme demostrarles lo contrario.

El Presidente Iván Duque señaló que la decisión sobre el aborto no debería haber sido tomada por la Corte Constitucional, sino por el Congreso de la República, pues siendo este el órgano legislativo en el cual están representados los colombianos, es en quien reside la competencia para tomar determinaciones de índole tan delicada, y no en una institución no representativa como la Corte. Aunque Duque dijo cosas sin sentido, como que con este fallo el aborto podría convertirse en un método anticonceptivo generalizado, el argumento respecto de la necesidad de dejar este tipo de decisiones en manos del legislador no es descabellado, ni es exclusivo de Duque o de la derecha moral.

De hecho, se trata de una vieja discusión que se remite a los momentos fundacionales del constitucionalismo estadounidense, cuando apareció la figura del control judicial de constitucionalidad (CJC), esto es, un arreglo institucional que permite que las decisiones tomadas por órganos legislativos elegidos democráticamente sean objeto de revisión y posible invalidación por parte del poder judicial en caso de que este considere que las decisiones legislativas van en contravía de la constitución. Aunque el CJC se ha expandido y está hoy integrado en el diseño institucional de buena parte de las democracias constitucionales contemporáneas, ha sido objeto de fuertes críticas por parte de pensadores que lo han cuestionado por considerar que, al dar a los jueces el poder de revisar y anular decisiones tomadas por las mayorías políticas en cuerpos legislativos, termina minando la democracia.

El crítico vivo más agudo del CJC es Jeremy Waldron, un brillante jurista y filósofo neozelandés. Waldron parte de una premisa muy simple, pero poderosa: las sociedades contemporáneas están marcadas por el “hecho del desacuerdo”, esto es, por el hecho de que entre nosotros existen profundos desacuerdos sobre lo que es justo o injusto, y sobre el sentido, límite e interpretación de los derechos que, como integrantes de la sociedad, debemos tener. De manera coherente con esta comprensión de los derechos y la justicia, Waldron argumenta que dejar en manos de cortes supremas o constitucionales las decisiones acerca del sentido y límite de los derechos es irrespetuoso con la ciudadanía, pues los jueces, al igual que cualquier persona, se ven afectados por el “hecho del desacuerdo”, razón por la cual no tiene justificación que se les otorgue el poder de decidir sobre asuntos tan delicados a un grupo reducido de ciudadanos que, en últimas, no representan a nadie. La única vía posible para mostrar el debido respeto a la ciudadanía, dice Waldron, consiste en respetar la igualdad política permitiendo que las decisiones acerca del sentido y límites de los derechos sean decididas, democráticamente, a través del principio de mayoría en las legislaturas.

En Democracia sin atajos, la filósofa política española Cristina Lafont –tan brillante y aguda como Waldron, sino es que más (estamos hablando de las grandes ligas de la filosofía política y jurídica)–, reconoce la importancia y profundidad de la crítica de Waldron al CJC, para después proceder a desmontarla.

Lafont señala que la crítica de Waldron al CJC parte de un supuesto errado: mira a las cortes supremas o constitucionales como actores aislados de la ciudadanía, a los cuales a lo sumo pueden acceder algunos sectores privilegiados de la misma. Pero el CJC no opera así, pues en muchos sistemas institucionales se trata de una figura que puede ser activada directamente por ciudadanos comunes y corrientes, que mediante el ejercicio de un derecho que puede calificarse genéricamente como “de impugnación legal”, tienen la posibilidad de cuestionar las decisiones tomadas en cuerpos representativos con el fin de que los argumentos en contra de estas puedan ser sometidas a un cuidadoso escrutinio ciudadano e institucional.

Desde esta perspectiva, los ciudadanos pueden usar el proceso de revisión judicial como un “iniciador de conversaciones” que les brinda el derecho a (re)abrir una conversación basada en argumentos de manera tal que las justificaciones en favor y en contra de la decisión impugnada sean sometidos a una vigorosa deliberación pública, que permita que las voces ciudadanas con poco o nulo alcance en las legislaturas sean escuchadas y, de tener argumentos públicos convincentes, atendidas.

No me atrevería a afirmar que el marco filosófico proveído por Lafont permita describir plenamente el rol que la Corte Constitucional ha jugado y juega en el sistema institucional colombiano, pues eso requeriría de una investigación empírica detallada y exigente. Sin embargo, creo que sí permite leer la historia de la despenalización del aborto en sede de la Corte Constitucional en perspectiva democrática.

Existen grupos ciudadanos que llevan muchos años advirtiendo de las terribles consecuencias que tiene para las mujeres la criminalización del aborto, y pidiendo a los poderes legislativo y ejecutivo que, atendiendo a sus deberes constitucionales, realicen acciones para enfrentar esta problemática. Pero sus voces, que en términos de mayorías políticas son considerablemente débiles, han sido ignoradas una y otra vez. Frente a esto, recurrieron a la acción pública de inconstitucionalidad para cuestionar la inmovilidad de las autoridades estatales en la materia, y sus razones públicas, que fueron escrutadas en una deliberación democrática con amplia participación ciudadana ante la Corte, prevalecieron.

Cierro señalando que, como a muchos, me preocupa la excesiva dependencia de la democracia colombiana respecto de la Corte Constitucional, por lo cual he abogado por la necesidad de ampliar los repertorios de la lucha política progresista más allá de la misma. Pero en un caso como este, en el cual la Corte actuó como canalizadora de un debate que otras instituciones se negaron a dar, la legitimidad democrática de su accionar me parece innegable.

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