La corrupción “institucionalizada” y los negocios en los negocios

La corrupción “institucionalizada” y los negocios en los negocios

Uno de nuestros deportes favoritos es la quejadera. Uno de nuestros males más endémicos es la corrupción. No es extraño, entonces, que nuestra queja más crónica sea sobre la corrupción. Ni la injusticia ni la pobreza ni la inseguridad generan tantas críticas y lamentos.  

Sin corrupción, dicen muchos, este país sería una maravilla. Si no detallamos los métodos ni las posibilidades reales de concreción o erradicación, sí, tienen razón, como los que afirman que el agua moja. Unos genios… de la obviedad: de la estupidez enmascarada de sentido común. Además de la corrupción y de otros males, me quejo de la sobre simplificación y los reduccionismos en temas tan complejos como este. Ni siquiera una entidad como Transparencia Internacional (Transparency International), la “La coalición global contra la corrupción”, dimensiona con suficiente amplitud y profundidad el tema.   

En su Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) mide en 180 países y territorios de todo el mundo, y en una escala de 0 (corrupción elevada) a 100 (corrupción inexistente), los niveles de percepción de la corrupción, con base en el criterio de expertos y empresarios sobre esta en el sector público. En 2024, dos tercios de los países (122) obtuvieron una puntuación inferior a 50, con una media mundial de 43. Este flagelo es global, para que no nos sintamos tan exclusivos. Colombia quedó por la mitad: puesto 92 con 39 puntos, 1 más que en 2023. Nada que celebrar tampoco; al contrario, una vergüenza.

Reducir la corrupción al sector público es muy simplista, y, por demás, no está bien llamarla corrupción pública, porque toda corrupción es privada. Nadie roba para democratizar el botín: ni siquiera los aclamados ladrones de La casa de papel, la popular serie de televisión española. También es claro que la corrupción en el sector público no puede ser fácilmente endogámica: se necesitan agentes privados, a título personal o corporativo, para consumar el cohecho, en su sentido más amplio.  

Tampoco es consistente Transparencia Internacional, porque al definir y conceptualizar la corrupción en su propia página (https://www.transparency.org/en/) tiene una visión mucho más allá de lo público. La defines como “el abuso del poder confiado para obtener beneficios privados” y explicita que “la corrupción puede ocurrir en cualquier lugar; involucrar a cualquiera, ocurrir en las sombras; y adaptarse a diferentes contextos y circunstancias”. Pero, aún así, sigue midiéndola en el sector público. Cloacas hay en todas casi todos los ámbitos, agentes y contextos, así algunas estén más perfumadas. Para la muestra los carteles empresariales, que, en forma de monopolios, duopolios u oligopolios, operan en Colombia y en el mundo.

Relacionar la corrupción solo con el sector público es minimizar el flagelo y alimentar los estereotipos y los prejuicios, con las generalizaciones, supuestos y faltas de rigor que conllevan. Y claro, cuando la corrupción se reduce al sector público, los tribunos y sus tribunas, con ínfulas de tribunal, claman cárcel y hasta pena de pena de muerte para los corruptos, solo por sospecha: “son culpables hasta que se les demuestre lo contrario”. Ah, y muchos, los más ligeros, repiten la letanía de “todos los políticos son corruptos”. Lo fácil y simplista. Lo popular y populista de los mismos que critican el populismo.

Ahora, al tiempo que nos molesta, somos morbosos con la corrupción, tenemos cierto encanto por ver la paja en el ojo ajeno, cuando podemos tener la viga en el propio. Hablamos mucho de la corrupción macro, visible, publica y publicada y, a veces, hasta de la privada, de grandes ligas, pero poco o no nada de la micro, de la cotidiana, de la de los negocios en los negocios. De la que corroe el carácter, mina la confianza en las relaciones más cercanas: personales, laborales y comerciales, así como la grande nos hace perder credibilidad en las instituciones y en la sociedad.

De la de doble y hasta triple moral. De la de mis seres más cercanos, familiares, amigos y amigotes; y hasta de la propia. Hablo del que “da la liguita” al funcionario, del periodista a sueldo en un medio y, a la vez, con agencia de relaciones públicas, cuya promesa de venta es la noticia positiva y “gratuita”, el free press; del contratista empresarial o personal para quién el gobierno nacional o local es corrupto cuando no lo contrata, pero es correcto cuando lo contrata; de los trabajadores de la construcción, que sacan material de una obra para hacer sus “trabajitos”; de los que compran guardas de tránsito y policías porque el comparendo es muy caro; de los que para un trabajo intrigan o meten influencias, aun sabiendo que no tiene el perfil. Y de tantos otros que se precian de “valer más que un voto”.

No, no es solo ni principalmente moralismo. Es que, al igual que con la de las grandes ligas, la corrupción cotidiana también genera unos “costos ocultos” que toda la sociedad tenemos que pagar, por un lado o por el otro, más temprano que tarde, y no solo económicamente, sino también política, social y ambientalmente, como lo advierte Transparencia Internacional. Son los costos de esta corrupción instituida; “institucionalizada” pero desinstitucionalizante. 

Yo no creo que “todo el mundo tiene precio” ni que todos los políticos sean corruptos. Los que piensan y repiten eso cómo loras, ¿qué harían si fueran políticos? ¿Serían los únicos impolutos o también serían corruptos? No hay más opciones, si piensan así.  Ah, ya me sé su respuesta: “por eso no soy político”, dicen, aun cuando muchos en la cotidianidad lo son tanto o más que los políticos de oficio, y muchos igual o más corruptos que los que critican. Son anticorrupción, pero se ufanan diciendo, cuando le favorece la rosca, que “lo malo es no estar en ella”.  

Los discursos anticorrupción son aburridores, como esta columna y los demás discursos éticos. Son del tipo aludir para eludir. Se habla de la superficie, no del fondo, para no verse, sucio, en un espejo de agua cristalina. Si usted es de los que le encanta hablar de corrupción, le sugiero algo, antes de que se le dispare el dedo: mírese al espejo y pregúntese si puede continuar mirando a los ojos; más coloquial aún, si puede tirar la primera piedra… anticorrupción.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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