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En algún momento de la vida uno se convierte en un referente para alguien. No lo digo de forma pretenciosa pues no me refiero a ser un “gran referente”. La cercanía con ciertos temas hace que algunas personas te consideren alguien que sabe de algo. Me pasa con los libros.
Me preguntan mucho qué leer, cómo leer más o, incluso, cómo cogerle amor a la lectura. También, qué es para mí la buena literatura y cuáles son esos libros infaltables en la biblioteca de todo lector. Creo que, como dice, Rosa Montero, “Solo hay dos verdades absolutas y paradójicas: todos somos iguales, todos somos diferentes”.
Desde hace varios años me dediqué a la promoción de la lectura —más como una forma de relacionarme mejor con los libros y para encontrar en las lecturas puntos en común con los otros, que son la vida— que para volverme una especie de evangelizadora de la literatura. Pues está claro que obligar a leer es imposible e inoficioso, y lo único que genera es el rechazo total por la actividad. El placer se pierde en el instante en el que se convierte en un deber.
Hace unos años, creía que leer una cantidad exorbitante de libros era la forma correcta de ser lectora y que tachar de la lista de “Libros que hay que leer” me acreditaría como miembro del (inexistente) club de los lectores certificados. Me encontré muchas veces leyendo títulos que me aburrían por el simple hecho de agregarlos a ese arbitrario repertorio, porque tal vez una organización mundial de lectores invisibles me juzgaría como una mala lectora si no lo hacía.
No podía estar más equivocada, pero al mismo tiempo, fue la manera que encontré de llegar a otros textos que sí me conmovieron y se quedaron para siempre en mi lista de favoritos. Los libros que no se disfrutan también hacen parte de ese camino que uno mismo se forja en el entendimiento de la literatura. Me gusta verlo así sólo para no lamentarme por aquellas horas que perdí leyendo lo que no me gustaba cuando pude haberlas invertido en asuntos que sí me interesaban.
En ocasiones también juzgaba, con mucha ignorancia, (¿cuándo juzgar algo no lo es?) a otras personas por los libros que leían, pues me parecía que lo único que hacían era consumir best sellers para dárselas de lectores o para “pasar el rato”, como si eso no fuera una excusa suficiente para aventurarse en la lectura. Existen muchos estereotipos alrededor de los libros y sobre cómo debe ser una persona que lee mucho, lo cual genera un distanciamiento con la lectura, pues se vuelve excluyente y les crea frustración a las personas que sienten que no leen tanto. Como yo, se sienten fuera del club.
Por años desprecié los libros de autoayuda y bienestar personal (que también es el bienestar común) porque creía que no eran literatura. Actualmente, todo lo relativo al ser, a la cultivación del espíritu, los temas de psicología y autoconocimiento encabezan mis listas de lecturas. Cuán maravilloso es cambiar de opinión, especialmente gracias a los libros.
Me queda entonces por responder a la pregunta ¿Qué es la buena literatura? y la verdad es que no tengo la respuesta, por lo menos no la correcta. La lectura es tan infinita y diversa como cada mente humana. Podría hacer una lista con cien títulos y vendrían miles de personas a decirme que es irrisoria. Podría citar literatos, hermeneutas, y a cientos de escritores que han intentado resolver esta cuestión haciendo una especie de decálogo en el que incluyen el contenido, la estructura, la credibilidad de las historias, la fuerza de los personajes, etcétera. Y no sería precisa ni irrefutable, porque en los libros, como en la vida, no hay verdades absolutas. Solo miradas personales que han pasado por el filtro interior de la intimidad y la consciencia para elegir y narrar o leer el mundo de afuera. Pienso que la buena literatura no es la que otros nos dicen cuál es. Es la que nosotros y nuestras infinitas formas de comprender el mundo necesitamos.
Hace unos años, estuve en una charla del escritor Mario Mendoza y me quedé con una frase que aún resuena: “La biblioteca personal, o sea los libros que se han leído, es a lo que uno se aferra cuando no hay nada más a lo que aferrarse, cuando todo lo demás se ha desvanecido”. Suena romántico, pero la buena literatura es la que sostiene, y cada uno tiene la propia.
Termino con una digresión, aprovechando este espacio para hacerles un reconocimiento a unos autores colombianos no tan conocidos, pero sí mucho mejores que algunos de los más famosos. Esos que componen una parte de mi buena literatura, la que me inspira.
Hablo de Catalina Franco, de sus columnas y de su novela El valle de nadie; de Mario Alberto Duque, autor del libro de cuentos Pudo ser así, columnista excepcional también; de Juliana Echeverri Gutiérrez y su novela Los grises sobre el lienzo; de Lina María Parra con su magnífico libro Malas posturas; del poeta antioqueño Santiago Rodas; también de la inmensa Carolina Sanín y de todos sus libros (ninguno es malo) a quien han intentado acallar porque no comprenden que una mujer puede ser una y muchas al mismo tiempo, y en vez de leerla, la critican; de Valentina Toro, muy leída entre los jóvenes y niños, pero cuyas historias tocan cualquier corazón adulto; de Gílmer Mesa y su prosa sencilla y descarnada que da cuenta de violencias más profundas de las que algún día conoceremos; y de muchos más que se me escapan en este momento, pero cuyas voces se vuelven cada vez más necesarias en un país que necesita con urgencia diferentes relatos y formas de narrarnos.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/