Para escuchar leyendo: Sueños, Juanes
No tuve el honor de conocer a Andrés Giraldo Velásquez. Me hubiera gustado hacerlo, tal vez con un apretón de mano y un par de manzanillas en el parque de su pueblo, El Carmen de Viboral. Pero supe de él de la forma más cruel: en un escenario terriblemente trágico.
Me hablaron de Andrés a través de uno de sus amigos, que hoy, destrozado por la pérdida, prefiere recordarlo como lo que era: un tipo entrañable, feliz, noble, enérgico, decente, cercano, honrado. Un amigo que amaba sin límite.
Pero ya no está. A Andrés lo asesinaron el sábado 8 de noviembre, a eso de las tres de la tarde, cuando pasó a una tienda a comprar un par de cosas en compañía de su novia. Era un joven que apenas empezaba a vivir. Tenía una vida entera por delante. Un proyecto que apenas comenzaba.
Era campesino. Agricultor. Cultivaba hortalizas en su finquita en una vereda del municipio. Además, era líder: de los que unen, de los que hacen, de los que hablan con el ejemplo. Consejero de juventud por la curul especial de jóvenes campesinos, caminaba las veredas escuchando, organizando, soñando en grande, construyendo futuro. Su bandera era la justicia, la dignidad del campo y las garantías para los campesinos.
Tenía sueños. Tenía metas. Tenía una vida. Y de un momento a otro se la arrebataron.
Todavía son confusos los hechos. ¿Por qué a él? ¿Por qué los asesinos llegaron disparando indiscriminadamente? ¿A quién le servía su muerte? Esas preguntas orbitan y seguirán orbitando en la cabeza de quienes lo conocieron y lo amaron. Algunos dirán que fue “de malas”, “una mala hora”, “en el lugar equivocado, en el momento equivocado”. Pero esas frases ligeras no explican nada, no alivian nada, no justifican nada.
Porque hay una verdad incuestionable: las balas tenían propósito. Quitar la vida. Apagar un nombre. ¿Quién carajos les dio el derecho de decidir sobre la existencia de otro? ¿De dónde tanto odio? ¿Qué nos está pasando como sociedad para que matar se haya vuelto un recurso cotidiano?
Colombia vuelve a sentir el recrudecimiento de la violencia. Guerra por los territorios. Corredores de droga disputados a muerte. Y, como siempre, los civiles en la mitad, poniendo el pecho a las balas. A Andrés le arrancaron la posibilidad de cumplir su ciclo vital. De tajo cortaron su proceso, su liderazgo, su proyecto de vida. Le rompieron el alma a su familia, que hoy está destrozada. Su novia quedó con un duelo que no puede nombrarse. Sus amigos están rotos. Su silla en el Consejo de Juventud quedó huérfana. Sus procesos sociales perdieron a uno de sus líderes jóvenes más lúcidos y necesarios.
El Carmen perdió más que una vida: perdió esperanza.
La justicia tendrá que llegar. Sus asesinos deberán pagar. Esa es la justicia formal. La necesaria. La mínima. Pero la verdadera justicia para Andrés se hará cuando el legado que dejó siga vivo. Cuando su lucha por el campo y por los campesinos continúe. Cuando otros jóvenes encuentren inspiración en él y decidan no callar. Cuando el miedo no nos gane.
Porque solo hay una forma de derrotar la muerte: seguir construyendo vida.
A Andrés no lo conocí, pero hoy lo nombro. Lo escribo. Lo honro. Porque mientras existan voces que se rehúsen al silencio, mientras haya memoria, mientras haya quienes defiendan lo que él defendía, Andrés seguirá vivo donde más importa: en la lucha, en el territorio, en la dignidad del campo.
Justicia para Andrés. Y que su nombre no se borre nunca.
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