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Yo quería tener seis hijos. Me imaginaba como una mujer de esas que aparecen en las películas, de traje y con tacones puntiagudos altísimos. Con seis hijos, tres niños y tres niñas que me amaban infinito, y yo a ellos. Tenía la fantasía de estar en embarazo, y desde chiquita me metía balones de fútbol por debajo de la camisa y jugaba con mis amigas a que estábamos esperando un bebé. También decía que quería que al menos la mitad de mis hijos fueran adoptados, luego de que mi mejor amiga de la infancia me explicara que ella lo era. Tres y tres, y tres y tres. Tres niños, tres niñas, tres adoptados, tres biológicos. Me imaginaba trabajando en algo que amaba, y volviendo a la casa al final del día a harmonía y paz. Cuando pensaba en el futuro me imaginaba con un esposo que me amaba más que cualquier otra cosa. Un esposo que me tratara como mi papá a mi mamá, y que fuera igual de buen papá que el mío. Y con él quería tener mis seis hijos. Pero después de un tiempo, bajé el número a cuatro hijos. Y luego a tres, cuando mi papá me explicó que tener hijos era muy caro porque había que pagar guardería, colegio, universidad, computadores para que estudien, vivienda, y mercado, entre otros. Y después, me volví feminista. 

Cuando entendí que las mujeres solo gozamos de los mismos derechos que los hombres en papel, que por ser mujeres somos sujetas a incontables abusos, que el solo hecho de maternar es una condena a vivir una vida de constantes juicios y críticas, decidí que no quería ser mamá. A los catorce años fácilmente me pude haber hecho una histerectomía si me la hubieran ofrecido. Me desencanté completamente con la idea de la maternidad, aunque lo único que había visto a mi al rededor eran embarazos deseados. No siempre planeados, pero siempre deseados. Sostuve que no quería tener hijos ante mis papás, quienes con sorpresa me cuestionaron y me dijeron que estaba muy chiquita para tomar esas decisiones. Pero yo estaba muy segura, porque en el mundo del activismo se me desgarraba el corazón todos los días con la posibilidad de que un embarazo mío resultara en una niña. Y que esa niña creciera a ser una mujer de la cual habían abusado, como tantas que me contaron sus historias. Prefería- y aún prefiero- no tener hijos a tener un bebé por obligación. Sin la opción de abortar. Y también veía a mi al rededor un país fragmentado, un país que niega la realidad de la condena de la misoginia. Un país que somete a sus jóvenes a vivir en una guerra que no escogieron, y les discrimina por sus ideales si son diferentes a la ultra derecha que ha dominado los liderazgos de Colombia. Un país de masacres, paramilitares, guerrillas y políticos comprados. Un país completamente antidemocrático.

Supongo que esto no era lo que se esperaban al hacerle click a una columna titulada “Justicia”. Pero esto, mi deseo de maternar, o de no maternar por cualquier razón, tiene todo que ver con la justicia que nos promete el estado. Esto lo explica Sister Song, una organización basada en el sur de Estados Unidos dedicada a la abogacía por los derechos reproductivos de todes. Su definición de justicia reproductiva es “el derecho humano para mantener autonomía corporal, tener hijos, no tener hijos, y criar los hijos que sí tenemos en comunidades seguras y sostenibles.” Este último punto me parece fundamental, y en todas las conversaciones que he tenido sobre justicia reproductiva nunca lo he considerado. La justicia reproductiva no solo se trata de tener acceso al aborto. No solo se trata de tener acceso a anticonceptivos. No solo se trata de tener partos dignos. Ojalá fuera tan simple. La justicia reproductiva garantiza que una vez nazcan, los niños puedan crecer en ambientes dignos. Que gocen de todos sus derechos. Que no tengan que ver la guerra, vivir la guerra, sufrir la guerra. Los hallazgos de la Comisión de la verdad resaltaron una vez más lo lejos que estamos de una justicia reproductiva completa. Claro, en papel tenemos acceso al aborto hasta la semana 24. También se supone que podemos acceder a anticonceptivos (si tenemos suficiente dinero como para comprarlos). Pero en este país aún no se ha construído un ambiente digno para nadie, y menos para la niñez. Entonces, frente a la discusión que ha generado la decisión sesgada y degenerada de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos sobre el caso Roe V. Wade, y la petición del gobierno nacional por revertir el fallo histórico a favor del aborto en Colombia, digo que no me sorprende. Ni Colombia ni Estados Unidos han sido países en los que la libertad reproductiva sea una realidad. En el que haya justicia reproductiva. Y sin justicia reproductiva, no hay justicia. 

Muchos dirán que es mucho pedir. Que es utópico o irrealista. Pero para mí es lo mínimo que podemos esperar. Lo mínimo que voy a exigir. No me importa que no se haya logrado en Estados Unidos, no me importa que no se haya logrado en ningún país del mundo. Exijo y me comprometo con la paz duradera, educación de calidad, un fin abrupto al bipartidismo que aún vivimos en Colombia. Con la democracia, el respeto por lo diferente y la individualidad, y que todas, todos y todes gocemos de los mismos derechos y oportunidades. Con el final del patriarcado en todas sus formas, tangibles y simbólicas, y también con que se reconozca la lucha de las mujeres y las minorías como eso mismo; primordial y no en un plano secundario, como dijo el voto de muchos a mi al rededor el pasado 19 de junio. La justicia reproductiva es necesaria y urgente. Y es para ya. Para todes.

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