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Nos vamos volviendo tiesos con el paso de los años, se oxidan las rodillas, perdemos la imaginación y, peor aún, las carcajadas. Dejamos de jugar como en los primeros años de vida y matamos una parte de nosotros: a ese niño o niña interior que después nos pasamos extrañando.
Jugar, en uno de sus significados, es entregarse con alegría con el único fin de divertirse sin mayores pretensiones, lo que permite abrirse paso en medio de un mundo lleno de formalidades inventadas por adultos que aprendieron a cohibirse desde que escucharon y se creyeron que “la vida no era un juego”, y que había que ponerle seriedad a los asuntos. Justo ahí nos separaron la vida divertida de la vida productiva.
Los escenarios del juego se han alejado de todo los demás: del trabajo, de las relaciones de pareja, familiares y de las conversaciones “importantes”. Como si para ser personas con mucho fundamento y mucho “peso” en las opiniones se necesitara hacerlo de manera aburrida o sobria, que más o menos es lo mismo. Como si la risa no tuviera asiento en la mesa en la que se debaten ideas con argumentos sólidos.
Hoy no sabemos entrar a un patio de juegos ni a un arenero, no tenemos ni idea cómo mecernos en un columpio y ya nadie es tan osado como para intentar usar un “mataculín”. No sabemos hacer voces divertidas, ni volvimos a escondernos detrás de un sofá conteniendo la risa. Olvidamos cómo se salta la cuerda, ya no damos vueltas hasta marearnos y perdimos la capacidad de inventarnos canciones.
Cuando dejamos de jugar, perdemos más que diversión, lo que sería suficiente razón para recuperarla, pero si esto no fuera argumento suficiente, deberíamos saber que no jugar debilita la capacidad creativa para inventar nuevos mundos, restringe la habilidad de hablar con desconocidos y nos intimida a probar con nuevas ideas.
Recuperar al niño o niña interior que todos tenemos nos permitiría vivir de manera más fluida y, como ya se ha demostrado, dispararía la capacidad de innovación de las personas en sus escenarios de trabajo.
El juego en la vida adulta debería estar presente como metodología de trabajo y adoptarse como recurso para enfrentar la vida. Jugar es no tomarse demasiado en serio, lo que no es necesario en absoluto para hacer trabajos interiores profundos, ni es contradictorio con ser un gran profesional.
Si jugar es entregarse a algo con alegría sin demasiadas expectativas entonces, definitivamente, se debería enseñar a jugar. O tal vez más que volver a aprender, porque ya lo sabíamos, podríamos recordar quiénes éramos antes de que la vida se pusiera tan seria y se cambiaran los juguetes por corbatas y tacones de punta.
No es que lo sobrio no sea importante, ni que todo sea un chiste. Hablo de no perder esa manera espontánea de vivir, de ponerle color a existencias grises y de soltar alguna o muchas carcajadas. Seguro cuando el juego vuelva a estar presente viviríamos con más empatía, con menos violencia y quien sabe, tal vez, sería un mundo donde más de uno que hoy no es feliz, lo sea.
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