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“Fuera de la noche que me cubre,

Negra como el abismo de polo a polo,

Agradezco a cualquier dios que pudiera existir

Por mi alma inconquistable”.

William Henley, Invictus (1875)

Salgo de viaje con frecuencia, pero conozco muy poco de Colombia y no lo digo con orgullo. Es que viajar por este país —con todo lo lindo y lo espléndido de su paisaje—trae muchísima frustración, dolor y desconsuelo. No soy indiferente.  A veces me es imposible cerrar los ojos y desviar la mirada de la tragedia. Los otros, esos que podrían ser yo, iguales a mí en esencia, y también los demás seres vivos, me importan, me afectan, me duelen.

El fin de semana pasado volví a Cartagena, tomé un bote y estuve en una isla de las Islas del Rosario. Las islas contienen la belleza de lo solitario, la abundancia de aquello que se erige sobre el contenedor más grande de la tierra y el más inexplorado. Son como estatuas, muy bellas, perfectamente creadas, y a mí  me parece increíble que el ser humano sea capaz de llevar su tecnología e ingeniería hasta ellas, en donde no hay nada, para volverlas habitables.

Nosotros y nuestra antigua obsesión por conquistarlo todo.

En la isla reinan la calma y la serenidad. Se siente uno en un mundo diferente, en otro planeta. La desconexión con el ruido externo, con las luces y el frenesí son reales. Abruma sentirse tan vulnerable, tan minúsculo en ese pedacito de tierra, que a su vez es pequeño comparado con la inmensidad del mar, pero cuya majestuosidad se impone sin misterio ni pretensión.

Una noche cayó una tormenta. El viento y el mar rugían invadiendo la atmósfera de sonidos que retumbaban en las puertas, ventanas y paredes. El agua entraba en las habitaciones y había un poco de temor entre quienes estábamos. Por alguna razón que desconozco, yo que soy una persona miedosa y precavida, no tenía miedo. Me sentía extraña, sí. Para una citadina como yo era un ambiente agreste y desconocido. Estar en una tormenta en medio del mar, aun en tierra firme, espanta a cualquiera. Sin embargo, el golpe del agua en las rocas y el sonido de las olas, el cielo oscuro, oscurísimo como el espacio sideral, me dieron paz. Me llenaron de una fuerza desconocida, como un tornado intempestivo que nadie puede predecir.

Por primera vez confié en la naturaleza y en su esencia cíclica. Después de la tormenta llega la calma, pensé. El momento más oscuro de la noche es cuando va a amanecer. No amaneció, pero una hora después el cielo se abrió y pude ver las estrellas que hace años en Medellín no observo. Sentí el viento sosegado y su calor en mi rostro que me recordó la importancia de un espíritu imperturbable ante lo que está fuera de mi control.

Ese día había otra tormenta dentro de mí, y esa tempestad natural —porque ella no es más que la naturaleza misma—, sin calificativos ni juicios, me hizo pensar en mis propias batallas y en la necesidad de no pelear contra ellas. De dejar ser lo que tiene que ser, de confiar en lo inevitable.

Todos llevamos adentro un mar enfurecido cuyas olas pueden revolcarnos, y  también un sol que siempre sale, una estrella que nos alumbra el camino. Todos podemos ser navegantes experimentados si nos detenemos a observar, sin ansias de ver el final, cómo transcurre la vida simplemente. Podemos ser islas que se erigen imperturbables entre lo inhóspito y aterrador. Pensé en el poema de William Henley, famoso porque fue el que mantuvo cuerdo a Nelson Mandela durante veintisiete años en prisión: “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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