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Te invade la emoción. Por fin un cambio. Se va la monotonía de la vida que no escogiste y abres la puerta de tus decisiones a un mundo que por fin será tuyo. Lejos de la dependencia paternal y la rutina escolar. Eso es lo mejor: la vida va a cambiar.
Llegas a la universidad y te emocionan todas las primeras veces de tu independencia. Tu horario. Tú limpias la casa. Tú lavas la ropa. Tu vida es tuya.
Se empieza a asentar el tiempo. La rutina nueva ya no es tan nueva. Como a todo, te ajustas a la nueva realidad y la emoción se apacigua y tienes que enfrentar tu nueva vida sin la distracción que te regalaba la novedad. Ya todo lo escogiste tú, pero ¿esto es lo que quieres?
Sientes que los meses se van volando y ya no estás seguro de que esto era lo que querías. Deseas el confort de tu vida pasada. El colchón que representaban tus papás, la comodidad que te regalaba ser local. Te sientes aislado en una ciudad extraña, donde escasa vez escuchas que hablen tu idioma y nunca escuchas la música con la que te criaste derramándose a las calles. El clima cambia y el sol se va demasiado rápido.
Empiezas a olvidar tus hobbies. Ese piano que tocabas fielmente después del colegio y del que nunca perdías clase empieza a ser un adorno olvidado que es remplazado por un estudio tedioso y un trabajo para ayudarte a pagar el apartamento en el que vives
Cada minuto de soledad te lleva a tu felicidad en tu casa. A las comidas deliciosas todas las noches con tu familia. Con tus hermanos que llenaban la casa con su silencio que te calmaba. Porque sabías que siempre iban a estar ahí. Que se podía caer el mundo, pero ellos nunca se irían.
Extrañas el olor del carro en el que te montabas todos los días y que te paseaba por tu ciudad. Por unas calles que conocías y reconocías. En las que atesorabas una multitud de recuerdos de todas las épocas de la juventud.
Ahora, miras afuera y ves calles que guardan pocas historias. Una que otra alegría, sí. Pero casi siempre un recuerdo solo, sin la calidez que le regala la familia a los buenos recuerdos o la infinita posteridad que tienen los recuerdos compartidos con la gente que sabes siempre estará en tu vida. Tampoco han sido adornados con los lentes de la nostalgia, en vez los invade la frustración del presente y los descolora la rutina.
Te enfrentas a la realidad de la adultez. Su soledad. Su necesidad de trabajo y esfuerzo para que pasen cosas. Lejos de la seguridad de una vida que armaban tus papás por ti.
Resulta que construir tu vida es miedoso. Tiene demasiadas opciones. El tiempo es limitado. No lo quieres hacer mal porque sabes que la infelicidad será el precio que tendrás que pagar si terminas en una vida que no deseas. Tus decisiones te dan pavor por ser tan tangibles.
Pero tienes esos meses de verano donde tu libertad de lleva a un extasí que no conocías. La irrealidad de las nuevas oportunidades se acumula en recuerdos e historias que te hacen feliz solo porque existen. Tus nuevos amigos te han mostrado un lado del mundo que no pensabas existía. Y por eso, simplemente, eres feliz. Y te sientes feliz. Porque no hay ninguna otra opción, pero combatir la realidad con la felicidad. Cueste lo que cueste. Sea como sea.