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En muchas ocasiones me he mirado al espejo, me he visto en el reflejo del agua, en fotos y, a veces, en mis letras, pero cuando me observo no siempre identifico mis ojos; a veces, sólo veo el reflejo de otra mirada, aquella intensa, impositiva y lacerante: la mirada masculina.
Esta forma particular de observar es una mirada hegemónica que se reproduce en todos nuestros símbolos, comportamientos y matices culturales. La mirada masculina siempre espera dar una aprobación, concluye qué está bien y qué no; siempre ostenta la solución, las metodologías correctas, las experiencias anteriores, siempre el Saber.
Aquello le permite tener la palabra, el dictamen último, la conclusión, nunca la pregunta, pero sí la respuesta. No guarda silencio, siempre tiene algo que decir, algo que enseñar o algo “novedoso” que aportar. No es su habilidad el pensamiento complejo, su mayor elocuencia es simplificar aquello que no comprende, explicar lo obvio o generar una gran discusión sobre lo común.
El ADN de la mirada masculina es el poder. Este busca poseer, encontrar qué obtener, de qué jactarse y enorgullecerse. Es un poder hacia afuera, con una perspectiva externa, pocas veces interna, constituyendo una gran capacidad para generar juicios y opiniones de valor no solicitadas. Tiene la violencia como medio, busca silenciar, humillar, burlar y menospreciar a todo aquello que se escapa de sus ojos y de su nivel de comprensión.
Esa mirada masculina ha tomado mi mano para opinar sobre el estado de mis uñas, ha acariciado mi cabello para señalar su textura, ha comentado sobre mi cuerpo y estética para decirme que no es armónica, me ha dicho que sólo puedo ser inteligente porque la belleza fue un regalo para otras, me ha dicho que sólo soy activista, anulando mis otros horizontes, ha catalogado mis causas como temas secundarios, me ha dicho hasta dónde puede llegar mi carrera, construyéndome los techos a cada momento. Esa mirada me enseñó una forma para vivir el amor y la llenó de culpas. Esa mirada me ha dicho que no soy mi dueña, sino sus ojos.
Esta forma particular de observar el mundo es FEMINICIDA, nos dice a todas las mujeres con quién debemos buscar el amor y el dinero, nos señala qué oficios podemos desempeñar y qué acciones son aprobadas, nos impone formas sobre el cuerpo y no nos genera condiciones para vivir las maternidades; nos estipula comportamientos y ahora nos dice cómo y por qué debemos morir.
Esta mirada es la que está diciéndole al mundo que Valentina Trespalacios es la culpable de terminar en un basurero, culpable por su oficio, su estética, su condición familiar, las aplicaciones que usa y hasta el lugar de procedencia de su asesino.
Esta mirada masculina inútil para mirarse hacia sí misma, para entender la perspectiva del otro o de simplemente callarse, es incapaz de cuestionar el nivel de misoginia hacia nuestras existencias. No ubica su atención en las razones de ese hombre, pues la otra siempre tendrá la responsabilidad, aunque sean sus manos las ahorquen, violenten, asesinen y lancen a un basurero a alguien.
La configuración de la mirada es la forma de aproximación al mundo, es la intención de acercarnos a percibir el corazón y la textura del otro, es nuestro lente interior construido por todos nuestros procesos sociales e históricos. Así que, sin duda, esta reflexión aplica en contexto para el caso de Valentina, pero piensen en sus parejas, algunos de sus familiares, jefes y jefas, en la calle, el alcalde y todas las demás representaciones que se nos ocurra.
Si encuentran similitudes con esta mirada descrita, y no pueden transformarla, ¡huyan!, porque es una mirada feminicida; buscará acabar con todo lo sólido, femenino y cuidador que hay en nosotras, algunos de manera simbólica y otros de manera física.
Y si encontramos mucho de esa mirada en nuestros ojos, también corramos, pero esta vez a encontrar otros lentes.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/luisa-garcia/