Inconmovibles

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Los relatos sobre los asesinatos de campesinos cometidos por integrantes del Ejército de Colombia para reportar resultados son historias que hablan de asuntos que a todas las personas que vivimos en Colombia tendrían que importarnos: el poder de la guerra, las consecuencias de la desigualdad y la distancia que separa a las personas de su humanidad. A pesar de tener un enorme potencial para sacudir mentes y corazones, estos relatos y las imágenes que evocan, no logran tocarnos a todos por igual. Ni siquiera el reconocimiento expreso de los hechos por parte de un militar retirado y la narración vívida y detallada de las escenas del horror pueden romper el lente ahumado que muchas personas atraviesan entre ellas y el mundo en que viven.

“Reportamos un supuesto combate. Cogí la mano de él y le coloqué la pistola que yo llevaba que me habían mandado por parte de los paramilitares. Le empuño el arma. Cuando yo le pongo el arma en la mano era una mano llena de callos, de trabajador, de campesino y simulamos un combate. Reportamos por radio el combate y dijimos que un resultado” ¿Qué tiene que pasar para que esta imagen no nos quiebre por dentro? Trato de entender: un hombre que representa al Estado engaña a un ciudadano y lo asesina. El asesino es respaldado por el sistema que incentiva sus prácticas. El sistema hace que unos pierdan y otros ganen: que unos mueran y otros vivan.

Susan Sontag en su ensayo “Regarding the pain of others” se pregunta por el propósito de las imágenes que muestran el dolor y el sufrimiento humanos. Busca una explicación para entender por qué las creamos y las producimos. Los testimonios de la guerra son una manera de crear imágenes de dolor y sufrimiento: “me acuerdo tanto de Luis Debia Gómez. Le dije ‘venga, vamos a trabajar a una finca para que usted la cuide. ¿Sabe manejar un arma?’. Cuando le fui a pasar la pistola estaba asustado. Yo ya sabía que lo iban a asesinar.” Las narraciones que escuchamos en la audiencia pública de la Jurisdicción Especial para la Paz tienen el propósito de reconocer los hechos, de aportar a la verdad y de hacer justicia. Pero es difícil pensar que no tengan, además, el propósito de romper la apatía y unirnos en el vacío del dolor compartido. Quiero detenerme en esto: no pretendo que los relatos generen compasión sino que sean un punto de encuentro. Sentir compasión es relativamente simple, es, además, lo que se espera de un buen cristiano. Establecer relaciones complejas que vinculen las decisiones y acciones de una persona que se considera buena con resultados nefastos, como los asesinatos del ejército, es algo diferente y más difícil, pero es nuestro deber ciudadano si queremos lograr la reconciliación.

Sontag propone una reflexión lúcida sobre esto: la falsa proximidad que generan las imágenes, en este caso los relatos, entre la audiencia privilegiada y quienes sufrieron el daño, mistifica su relación con el poder. Cuando una persona siente compasión, dice Sontag, proclama su inocencia y también su impotencia. Por eso, ella propone que en lugar de compadecernos deberíamos pensar en cómo nuestros privilegios se relacionan con el sufrimiento de los demás: conectar nuestra experiencia con la de ellos.

¿Por qué algunas personas permanecen inconmovibles frente a lo narrado en la audiencia de la JEP? Tal vez porque se niegan a reconocer que en alguna medida tienen algo que ver con el desastre.

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