Impopular

“¡Ahora sí nos jodimos!” exclamó uno de los presentes al leer la noticia de la condena contra el expresidente Álvaro Uribe. Su voz evidenciaba una mezcla entre sorpresa y rabia. Pero alrededor suyo, el ambiente era distinto: quienes crecieron bajo el terror de la Operación Orión – con balas cruzando los patios escolares, adolescentes asesinados y familias desplazadas en la Comuna Trece – sintieron en ese fallo un acto de justicia largamente esperado.

Lo que comenzó como una reunión familiar se convirtió en un campo de batalla entre dos formas de entender el país: la de quien vivió lejos del conflicto, y la de quienes lo tienen tatuado en la memoria. El visitante, con tono firme, reclamó: “¿Cómo condenan a un hombre que ayudó a tanta gente, mientras otros corruptos están en el poder sin haber pagado ni un día de cárcel?”.

Lo que siguió fue una ráfaga de sarcasmos y reproches. Unos lo tacharon de ignorante, otros de privilegiado por haber estado fuera del país. En medio de esa trifulca, el dolor quedó sepultado por la necesidad de ganar la discusión. Poco importaron los testimonios, las amenazas o los desplazamientos; lo esencial era demostrar que el otro no entendía nada.

El encuentro terminó rápido y horas más tarde, este familiar me llamó para saber mi opinión. Sentí la tentación de abrumarlo con datos: testimonios de víctimas, cifras de desapariciones forzadas, expedientes que prueban los abusos de poder por parte del expresidente Uribe. Pero preferí algo distinto: abrir un espacio de escucha y sin prejuicio conocer sobre ¿qué era lo que lo indignaba de esta situación? Me dijo: “Sé que no viví lo mismo que ustedes. Pero me duele no poder dar mi opinión sin ser atacado. En la familia deberíamos poder hablar de todo sin miedo”.

Me identifiqué con su reclamo. La democracia exige debates incómodos, escuchar lo que no se quiere y cuestionar sin que esto sea sinónimo de ofensa. Porque fuera del calor de las redes sociales y las reuniones familiares, expresar una opinión puede costar la tranquilidad… y en Colombia, incluso la vida.

La condena a Uribe – para muchos, justa, para otros, inaceptable, no puede ser excusa para callar al que piensa distinto. En democracia, disentir no debe convertirse en motivo de burla o rechazo. La justicia no se limita exclusivamente a lo que dictan los jueces, también se construye en la vida diaria: en la casa, en el aula de clases, en la calle. Allí, sin fiscales ni tribunales, también importa cómo hablamos, cómo escuchamos y si somos capaces de reconocer el dolor del otro. La reparación no empieza con una condena, sino con la decisión de entendernos, incluso cuando no estamos de acuerdo. Solo así podremos evitar repetir el pasado. Y si eso empieza en casa, aunque sea impopular, ya estamos dando un paso hacia la reconciliación.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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