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Juan Felipe Gaviria

Il dolce far niente

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Il dolce far niente­. La dulzura de no hacer nada. Puede ser mi dicho en italiano favorito. Conocí il dolce far niente cuando mi hermana, ya hace años, me mencionó que lo quería como tatuaje. Yo, que no entendía italiano, pensé que era un poema largo y ostentoso como quizá lo trata de ser este artículo. O era un refrán que remataba el último movimiento de una ópera de Verdi. Pero no, il dolce far niente, como lo promete en su significado, probó su coherencia en ser una frase abandonada a la intemperie de los dichos. Precisamente porque, quizá sus mayores exponentes, se han pasado la vida disfrutando de su placer, en vez de clavarse a dignarle gloria a sus deliciosas vagancias. La frase solamente logró colarse como título de una película francesa, basada en un libro de nombre distinto, y que tiene un solitario comentario en IMDb que más que celebrarla o criticarla, expone una confusión profunda sobre su existencia.

Tengo que admitir, que cuando me mudé a Ámsterdam y empecé a conocer italianos puros y duros, buscaba el momento preciso para tirarles la frase y exponer mi profundo conocimiento sobre cultura italiana. Pero no, cuando tuve reunidos dos milanesas, un napolitano y una romana, y después de meses de contención, decidí tirarla, me contaron que no representaba una frase mítica que encarnaba el espíritu del ocio romano, sino un dicho de tercera categoría olvidado en generaciones de arriba. Algo como “Al que madruga, a Dios lo ayuda”. Y entonces me traicionó su flojera. Porque al parecer yo fui el único que encontraba una magia escondida en la normalidad de una pereza.

Pero es que esos permisos, o esos ratos libres que decidimos usar no para emprender en nuestra próxima gran aventura de productividad insípida, sino, como lo hicieron en Itagüí esta pasada semana, celebrar el Día Mundial de la Pereza, contienen una felicidad demasiado obvia como para hablar de ella. Es que echarse sin justificación, pero tampoco sin pena a un sofá sin pensar levantarse, o coger el celular y delirar en la ducha de dopamina que hoy nos pueden regalar las redes sociales, o invitar a un mejor amigo no a tomar, ni a comer, ni a nada distinto a existir en una flojera levitante que solamente se puede evitar con las obligaciones sanitarias nunca va a llenar los libros como lo hacen los amores desesperanzados o las productividades atragantes. Pero esas perezas infinitas que nos permitimos mimar casi siempre las tardes de los sábados o las mañanas de los domingos son de lo más delicioso que tiene la vida. Y aunque individualmente no copen mucho espacio en mi memoria, muchas veces pienso que mi entrega a ellas ha sido un jugador importante en mi felicidad. Y me gusta que ese espíritu se encarne en una frase simple, olvidada y que promete mucho más de lo que en realidad es. Y aunque quizá haya traicionado su magia dedicándole un artículo entero, espero celebrarlo con una sesión di dolce far niente.

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