Fui fumador. No estoy seguro si disfrutaba el hábito o si era solo una costumbre que me ayudaba a acompañar, junto con un café, las extensas jornadas universitarias. Me veía rodeado de colegas y familiares en un ritual venido a menos, ignorando las alertas de la tosecita que pronto se presentaba. Pasé por todos los tamaños y sabores de tabaco, nacionales y extranjeros. Rápidamente sentí que estaba enganchado, capturado por el humo, envuelto en una nubecilla que se elevaba lentamente en silencio. Día a día: tinto y cigarrillo, cigarrillo y tinto. Su orden no importaba.
Eran diez cigarrillos en promedio al día, aproximadamente 3.640 al año. A mis veinte años parecía que este hábito, cercano a mi familia y liderado por mi padre, era viable, poco nocivo y hasta medio poético. Años más tarde, tras cinco décadas de consumo, una nube gruesa y oscura se reveló en los pulmones de mi papá y empezó a comprometer su vida. Las alarmas se encendieron: la tos no cedía, los síncopes se multiplicaron, su masa corporal disminuyó y la presión arterial alcanzó niveles preocupantes.
Un día dejamos de fumar, él y yo. Nos impulsó el miedo: la idea perversa de quedarnos sin aliento. Mi padre, que rara vez visitaba al médico -salvo por un resfriado-, se resistía a mostrar la gravedad de sus pulmones, prefería atribuir los dolores a otros órganos: el corazón, el hígado, el colon, y quedarse con exámenes iniciales que daban una tranquilidad engañosa.
A mí me costó dejarlo. Me ayudaron mi esposa y el empeoramiento del asma, que me impidió realizar con comodidad actividades que antes eran un refugio, como las caminatas por la montaña. Los primeros días fueron severos. Probé casi todo: una tía sugirió la conversión religiosa; mi agnosticismo lo impidió. Un colega me dio chicles con sabor a tabaco; su gusto resultó insoportable. Por dos días evité el tinto pensando que si lo quitaba se apagaría la tentación. Fue peor. Volví al tinto y decidí no negociarlo.
Conservo familiares y amigos que siguen fumando, algunos conscientes del daño, otros guiados por una inercia devastadora. En ambos casos sigo disfrutando de sus conversaciones, tan etéreas como profundas, pero ahora solo con café. Me incomoda la postura dogmática de quienes adoptan el sermón, preferiría que dejaran el cigarrillo por convicción y no por imposición. La evidencia es contundente: el cigarrillo mata. Según datos del Ministerio de Salud y Protección Social (2023), más de 34.800 personas mueren cada año en Colombia por afecciones relacionadas con el consumo de tabaco, entre ellas cáncer de pulmón, enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) y trastornos cardiovasculares.
El asunto se agrava cuando quienes fuman son menores. Mi postura es clara: fumar no es asunto de niños ni de adolescentes, no puede matizarse bajo el eufemismo de “menos dañino” con que a veces se promocionan los cigarrillos electrónicos. El Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas en población escolar (Ministerio de Justicia, 2023) reportó que el 22,7 % de estudiantes de 12 a 17 años ha probado cigarrillos electrónicos o vapeadores, y que el 11,2 % los consume actualmente. El vapeo se perfila como una de las prácticas de mayor crecimiento entre menores en el país.
Cuando mi padre empezó a fumar era adolescente y tenía todo el tiempo por delante. Un cigarrillo, si se fuma de forma continua, puede durar entre cinco y siete minutos encendido; tomando un cálculo conservador sobre cinco décadas de consumo, son cerca de 1.350.440 minutos en los que el humo grisáceo transitó por su garganta, dejando nódulos, descendiendo hasta sus pulmones y ocupando una porción de ellos, como si el humo -contra toda lógica- en los cuerpos vivos no se elevara, sino cayera, anunciando su propia bajeza.
Ante tal panorama, la fortaleza de mi padre es sobrecogedora, pragmática incluso. Entiende que podía suceder y sucedió. También está seguro de que todas las cartas se están jugando para salir bien librado de esta situación. No maldice ni se lamenta de lo que ya fue: lo asume con humor, que se escribe casi igual que la palabra humo.
Mi olfato para detectar fumadores está ahora más afinado. Una mañana, en la Clínica General de Medellín, vi desde una ventana a un hombre mayor que fumaba; era evidente que estaba hospitalizado y que aquello, además de inadecuado, resultaba trágico. Recordé una frase que solía citar para justificarme, del gran Luis Tejada: “Hay que desconfiar siempre de toda persona que no fuma. ¡Qué otros tremendos vicios tendrán!”. Ahora creo que es necesario dejar de fumar, entrar en sospecha, tachar de la lista un vicio más, mientras se lucha con muchos otros, en apariencia menos letales, como el alcohol o los ultra procesados. Mientras espero que mi padre salga de un procedimiento médico, tomo un café y pienso en lo parecidas que son algunas palabras, tan distantes en su sentido, pero tan obstinadas en permanecer juntas: humo, humor, temor, tumor, amor…
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/