Les debo mucho a ellos. Veo esa foto y recuerdo la vida cuando no sabía lo que era. Veintiocho adolescentes sentados en un coliseo después de una clase de educación física. Con la energía vibrante de las hormonas, los sueños intactos y la inocencia a punto de perderse. Cursábamos octavo grado. Yo sentía que ese momento iba a ser eterno y de alguna manera lo fue. Se quedó en mi memoria como un sueño recurrente, como tantas otras cosas que se graban y nos definen, pero hay que mirar atrás para saberlo. Me parece que comprendemos la importancia de los demás en nuestra vida después de mucho tiempo. Por eso los muertos se hacen tan vivos al recordarlos.
De los que estamos en esa foto ninguno ha muerto. Pero todos nos hemos ido.
Miro con atención las caras y repito sus nombres con los dos apellidos. También me sé sus fechas de cumpleaños, aunque a muy pocos los saludo en su día. De todos tengo un recuerdo potente, sus rostros son como una tinta imborrable, un tatuaje de lo que fue crecer. Gracias a ellos, quienes sin saber que lo estaban haciendo, me ayudaron a descubrirme. Los compañeros del colegio, algunos se convirtieron en los amigos de la vida, otros son solo conocidos, pero jamás unos extraños.
En sus ojos imagino mundos. Tantas historias y tantas voces que, como yo, llevan dentro. En esa foto -que congeló ese instante, del que me acuerdo como si no hubieran pasado dieciocho años- nos veo ingenuos, creyendo que lo teníamos todo, pero cuánta vida nos faltaba para entender lo que significaba ese momento.
Las horas compartidas siguen siendo voces cercanas que me rondan la memoria cada tanto para encontrar en los recuerdos una imagen poderosa de lo que aconteció dentro y fuera de los salones. Observo con atención esos corredores, las aulas, el coliseo, el auditorio, la cafetería, las canchas de fútbol, y no significan nada sin ellos. Fuimos nosotros los que asistimos a esos años juntos como espectadores y actores. Creíamos que las preguntas eran tontas y nos cohibimos. Hoy quisiera sentarme con cada uno y preguntarles más, hablar de historias compartidas y conocer su versión. Saber cómo me recuerdan. Aprovechar mejor ese tiempo que fue nuestro.
Fueron muchos días, fiestas de cumpleaños, risas, gritos, llantos. La vida en su expresión más pura. Dos emociones que definen tanto y que son tan drásticas cuando somos niños inocentes. La vida como ensayo, porque a eso jugábamos: a ensayar. A ser amigos y enemigos; a descubrir el cuerpo, las formas del amor y de la lealtad; también del desamor, de los que intentaron y no pudieron ser; de la enemistad. Siempre dos caras opuestas tan fundamentales para comprender la existencia y todo lo que conlleva. Los compañeros del colegio son esas primeras personas con las que uno enfrenta la socialización: el primer amigo, la primera traga, el primer beso y también la primera decepción. Les puedo atribuir a muchos de ellos el sentimiento de una emoción que sentí por primera vez. Como cuando en tercero de primaria me daban nervios y me sonrojaba al ver a Santiago, y empecé a vislumbrar lo que sería el amor. Cuando reconocí en Eduardo y en Carolina a mis primeros amigos y supe lo que era la confianza; la pena que me dio con Juan Esteban en séptimo porque con él me di mi primer beso; la tristeza en octavo porque yo no le gustaba a Pedro; la alegría de encontrar en Lalis una amiga con quien tenía sueños y pasiones afines, y sentir que pertenecía; la culpa por haberle gritado a Miguel, a quien tanto quería; la admiración que me producían Juana y Sebastián: ella por su carácter impenetrable y él por su inteligencia desprevenida. La rabia con cualquier otro por poner alguna queja sobre mí; las risas descontroladas con Manuela, quien llegó muchos años después, pero siempre se sintió como si fuera de toda la vida; las conversaciones largas con Simón y la ilusión de que esos instantes jamás se acabarían.
Y por último: la angustia por haber perdido un año (que por cierto es la cosa más ridícula que existe en el sistema educativo) y separarme de ellos. Enfrentar la despedida como destino final del colegio. Ese dolor profundo, como el de una llaga palpitante, al comprender que jamás volveríamos a estar juntos, por lo menos no de esa manera.
Salimos del colegio como salen los bebés de los vientres: ajenos al mundo que nos espera y sin recordar mucho de la forma que teníamos antes. Con poca consciencia de quiénes somos y a qué vinimos. Poco a poco, ese lazo que durante tantos años nos unió se va rompiendo como un hilo molesto en las fibras de una camiseta, que vamos arrancando por partes hasta que se deshace para siempre.
No obstante, todo lo que vivimos, lo que nos ocurrió después, y lo que olvidamos habita en nosotros y se transforma, quedó suspendido en un espacio entre la realidad y lo que nos contamos sobre ella. Pero sí hay algo cierto en este relato, y tal vez en todos, la intimidad compartida en ese salón de niños que se volvieron jóvenes y después adultos es imborrable, quedamos consustanciados, unidos en esa dimensión que solo nosotros habitamos. No pudo ser de otra manera.
Gracias a todos por lo vivido.