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Paso estas noches pensando en Valentina y Leonid, la pareja de jóvenes veterinarios ucranianos de la que les he hablado, que llevan toda la guerra rescatando animales, curándolos y protegiéndolos bajo las bombas, bajo su propio terror. La sonrisa permanente de Valentina durante este año y medio me ha dejado muda. No sé de dónde saca esa fuerza, por qué no se ha derrumbado. Por eso me destrozó verla dirigirse a sus casi cuatrocientos mil seguidores llorando, el día de su cumpleaños a media noche, mientras caían explosivos a doscientos metros de su casa, que es también el hospital de los animales, contándoles que la catedral de Odesa estaba en llamas y que en ese instante destruían su ciudad. Un grito de auxilio desde el infierno.

Es muy distinto oír noticias sobre guerras a ver la guerra aplastando una vida en particular. Cuando uno ve la herida abierta un hilito de sangre corre dibujando un camino que busca alguna explicación, entender algo. Y ese algo está siempre relacionado con el poder de algún tirano al que las vidas particulares le son invisibles. Mientras escribimos y leemos todo sigue estallando. Pero hay que seguir escribiendo sobre el abismo creado por los adictos al horror, esos para quienes la seguridad es sinónimo de ejercer violencia y que inculcan la defensa de machos desde la más temprana educación.

Leía esta semana el caso de un niño de tres años en Estados Unidos que disparó accidentalmente un arma y mató a su hermanita de uno. Y leía que no era un caso aislado, sino que iban más de setenta desde mayo en ese país (más de uno diario durante el verano, cuando los niños pasan más tiempo en casa). Así es como quienes depositan su seguridad en un arma llevan la muerte a su propio hogar.

Pienso en los millones de seres humanos que han caído en esa red todopoderosa de los ejércitos. Lo que se ven obligados a hacer y a vivir. “¡Para eso están, mi querido amigo! Para pelear por la patria. Y le diré una cosa, no hay mejor soldado en el mundo que el hombre ioti del pueblo, una vez que se somete y aprende a obedecer. En tiempos de paz puede que parezca un pacifista sentimental, pero tiene garra, la lleva dentro. El soldado raso siempre ha sido nuestro gran recurso como nación. Así nos hemos convertido en la potencia que hoy somos. —¿Trepando sobre una pila de niños muertos? (…) —No, usted verá que el alma del pueblo es resistente como el acero, cuando la patria está en peligro. Unos cuantos agitadores alborotan al populacho entre las guerras, pero es extraordinario ver cómo el pueblo cierra filas cuando la bandera está en peligro. El problema del odonianismo, mi querido amigo, es que es afeminado”, escribió de manera escalofriante Ursula K. Le Guin en 1974 en Los Desposeídos. Fanáticos de banderas, creadores de monstruos.

Siempre me ha incomodado ese “héroes de la patria” que le encanta usar a la derecha colombiana (y a muchas otras) para referirse a sus pobres soldados. Como si les dejaran otra opción. Los quieren tanto que los mandan a matar y a morir para suplir sus vacíos y en honor al enemigo. El heroísmo debería estar anclado en las raíces de un estado que condenara la violencia como estructura de la vida y les enseñara a sus niños que el beneficio propio no se consigue aniquilando al otro.

Pero hoy la derecha extrema acaricia límites distópicos. Desde adoradores de las «soluciones fáciles» tipo Bukele con sus campos de concentración, hasta la inclusión de detalles inconcebibles en los modelos de sociedad que proponen a gritos partidos como Vox, que específicamente rechaza la iniciativa Bauhaus Europea (expulsada de Alemania en su momento por Hitler), arquitectura sostenible e incluyente, descrita por Anatxu Zabalbeascoa como “interdisciplinar, conciliadora, colectiva y plural, (…) un esfuerzo común para enriquecer el continente en lugar de preocuparse solo por hacerlo rentable”. Vox la llama fanatismo climático mientras las ciudades españolas se derriten.

Escribió Cecilia Eseverri-Mayer: «…como decía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, existe una correlación clara entre la soledad, esa experiencia de ‘no pertenecer al mundo’, y la violencia y la intolerancia. Lo peligroso no son los jóvenes que estos días queman coches, sino el aislamiento y la concentración territorial de la pobreza que lleva agravándose desde hace más de 50 años.» Pero siguen insistiendo tantos en que la seguridad es cosa de armar a la gente, de matar bandidos, de levantar muros, purificar naciones y enardecer el miedo y la patria.

En un mundo en el que ya existe el cargo “jefe de calor” buscando que las ciudades sean habitables, en el que se crean videos con inteligencia artificial para ilustrar el futuro apocalíptico que vendría si ganara el opositor político, y en el que los países más vanguardistas en libertades y avances sociales empiezan a temer retrocesos de cincuenta años en manos de los salvadores de hierro, hay que seguir hurgando en las heridas para intentar comprender y que quizás se nos dibujen caminos más humanos. El problema es que, como leí hace poco en una columna, “decía Julián Marías que es inútil tratar de contentar a los que viven ideológicamente de su descontento”.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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