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En la comuna 13, justo en la calle donde inicia el ahora turístico grafitour, hay una escultura de Pablo Escobar. El muñeco luce un traje amarillo con una correa café que sirve de soporte de una pistola. A Escobar lo acompañan otros elementos que intentan una alegoría muy difícil de determinar: cupido, una mano con un reloj, una guacamaya y un mapamundi. Vaya uno a saber qué es lo que se quiere representar con esta intervención, a qué hacen referencia todos estos elementos que componen la escena. Lo que si es claro es la exaltación de un personaje histórico de Medellín. ¿Cuáles son las razones de este símbolo?
¿Por qué vienen raperos a meter perico en su tumba en Montesacro? ¿Por qué miles de personas visitaban el edificio Mónaco? ¿Qué explica que uno de los suvenires más populares de esta nueva ciudad turística sea la cédula de Escobar? No sabemos, y puede que no sea útil seguirnos haciendo esas preguntas. La industria del entretenimiento no es una máquina malvada que promueve personajes abyectos. Lo que hace más bien es producir aquello que nos maravilla. Muchas veces los malos de las películas son nuestros favoritos. Quizás porque nos hablan de nosotros mismos. A lo mejor porque hacen cosas que nosotros en algún momento hemos querido hacer. Dicen en psicoanálisis que la divagación en el porqué es puro desierto. La posibilidad está en el ¿para qué?
¿Qué hacemos con Escobar? ¿Para qué nos sirve su figura? Por más tierra que le echemos encima, por más que intentemos demoler su recuerdo, siempre se nos aparecerá en forma de tour, souvenir, estatua o serie de Netflix. Y seguramente eso sea lo más conveniente para una sociedad como Medellín, a la que le gusta tanto hablar pasito de sus miserias, para que nadie vaya a escuchar que fue lo que pasó, o se pregunte por qué los valores antioqueños produjeron a alguien como Pablo Escobar Gaviria, o qué tanto él somos nosotros mismos. El jefe del cartel de Medellín es ese primo del que nadie quiere hablar porque se parece mucho a la familia. Pero hay que hacerlo.
Puede que me equivoque, pero hoy en Medellín la historia de Escobar está siendo contada por dos grupos principalmente: 1. Mercaderes de la violencia nostálgicos de sus épocas de poder y riqueza que organizan tours. 2. Venteros ambulantes que buscan sobrevivir vendiendo la cara famosa que el extranjero compra. El relato de los asesinatos, de las desapariciones, de los magnicidios y las bombas está siendo superado por Nápoles, los hipopótamos, las avionetas, los carros y Robin Hood. La centralidad del narco bondadoso aplasta las voces de los cientos de miles de víctimas. Escobar es una de las peores cosas que nos pasó como sociedad y no lo estamos contando.
Hay que hacer un tour de Pablo Escobar que cuente quién fue María Elena Díaz o Valdemar Franklin Quintero, que ponga en el centro del relato a todos sus muertos. Hace uno años Verónica Ochoa montó el Corruptour, una obra de teatro que recorría en chiva lugares emblemáticos alrededor de la muerte de Jaime Garzón. El trabajo de Ochoa puede ser inspiración para la urgente aparición de otro relato de Escobar. Las esculturas y estampitas seguirán hasta que esta ciudad deje de llamarse Medellín. Tenemos que construir otras para que la historia sea menos incompleta.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-pablo-trujillo/