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Una mujer que quiero mucho cerraba siempre las conversaciones que teníamos — sobre la pobreza, la guerra, la desigualdad, el país y la sociedad en general— con una frase: “en el fondo, nada va a cambiar, si no cambian los corazones”. Su conclusión me hacía sonreír con la condescendencia que siempre tengo con las ideas que, aunque bellas, me parecen muy azucaradas o algo ingenuas. La frase era cierta, pero me parecía demasiado hippie tira Sparkies, como sacada de un manual de yoga de los que venden en el Éxito. Nunca escarbé para encontrar su verdadero sentido. Me quedaba en la superficie del prejuicio.
Mi incomodidad con lo que ella decía tiene que ver con la subestimación de las emociones. Durante mucho tiempo las hemos entendido como trabas al pensamiento racional, como características de aquellos que son débiles y pierden el control de sí mismos. De forma peyorativa calificamos a la gente como “muy emocional” tratando de señalar que no es apta para ocupar ciertos cargos, o para desempeñar determinados roles. El paradigma de la elección racional fue decisivo para que pensáramos de esta manera. Una decisión racional es aquella que maximiza el beneficio a toda costa sin consideraciones morales o sentimentales. El elector racional está guiado solo por el egoísmo y el cálculo individualista. Es un sujeto cuya cognición está separada de sus emociones. Aquel que es racional no puede ser emocional.
Los estudios del comportamiento se han encargado de rebatir esa idea del egoísmo y la racionalidad instrumental. Los seres humanos somos racionales, en el sentido que muchas veces buscamos obtener el máximo beneficio de las situaciones, pero somos también emocionales, en tanto cada decisión que tomamos está determinada por consideraciones morales, culturales y sentimentales. Uno de los hallazgos más importantes de la neurociencia reciente es que no existe tal separación entre cognición y emoción. Todo lo contario, lo que señalan esas investigaciones es que es un proceso conectado — por eso hablan de cogmotion — e incluso mencionan que el proceso cognitivo es posterior al emocional. Siendo así, nuestras decisiones y respuestas a la información que recibimos es emocional, y tratamos de justificarlas vía argumentos racionales.
La revaloración de las emociones ha influenciado muchas disciplinas. En la filosofía política Martha Nussbaum hace una defensa de las emociones públicas y su importancia. Dice — con tono también azucarado— que “todas las emociones fundamentales sobre las que se sustenta una sociedad decente tienen sus raíces en el amor o son formas del mismo”. Nussbaum asegura que para que una comunidad funcione se necesita promover desde las instituciones distintas formas de amor, que generen sentimientos de hermandad, fraternidad y simpatía. Si en esas emociones públicas, sin ese amor, una sociedad no es posible, y menos una bien ordenada.
Amalia tenía razón, como casi siempre. La clave para construir una sociedad justa está en que cada individuo quiera a quienes no conoce de manera similar a como ama a sus familiares y amigos. El amor, dice Nussbaum, “es lo que da vida al respeto por la humanidad en general, convirtiéndolo en algo más que un envoltorio vacío”. Hay que querer más a los demás para poder construir una sociedad justa. Y eso requiere cambiar los corazones.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-pablo-trujillo/