Existe el verbo. Tiene tres acepciones. La segunda es la que me interesa ahora: «padecer hambre».
Recuerdo muchas cosas de mi papá, muchas. Ahora mismo pienso en una de sus afirmaciones.
—Tengo hambre —dijo alguno de mis hermanos. O quizá yo, no lo recuerdo bien. Pero tengo claro lo que respondió el papá.
—Usted no sabe lo que es tener hambre.
El tono con el que lo dijo, la seriedad, no admitía discusión. Nunca le pregunté si él sí lo sabía. Sospecho que no. Pero supuse siempre que entendía algo mejor que yo: que en el mundo siempre ha habido gente que hambrea.
«Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos o tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre —y, al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadero», escribió Martín Caparrós en su libro El hambre, esa extensa y documentada anatomía sobre lo que significa eso de no tener nada para llevarse a la boca.
Pero es que en Medellín también hay gente que hambrea.
Cuente usted cien casas de esta ciudad. Las estadísticas le dirán que en 28 de ellas se come poco y mal: no tienen dinero para comprar alimentos de calidad o se ven forzados, por esa misma razón, a saltarse comidas. Pero son ellos, los otros. Usted, que lee esto, seguro que no. «Usted no sabe lo que es tener hambre».
Desayunar, embolatar el almuerzo, improvisar una comida.
Embolatar el desayuno, improvisar el almuerzo, comer.
Improvisar el desayuno, almorzar, embolatar la comida.
De esas mismas cien casas, en cinco de ellas no se comió nada en todo el día. Ni desayuno ni almuerzo ni comida. Dejar que el cuerpo se alimente de sí mismo, que se consuma a sí mismo, para que, digamos, el corazón siga latiendo.
No pasa aquí lo que ocurre en otros lados: no es que haya un ejército bloqueando en las fronteras el paso de comida. No pasa aquí que la sequía haya convertido las montañas verdes en suelos áridos donde no brota nada. No, porque aquí sobra lo que podemos llevarnos a la boca. Tanto que desperdiciamos casi diez millones de toneladas de comida al año.
Aquí sobran los alimentos, lo que falta es el dinero para comprarlos.
Aquí, en esta ciudad que algunos califican como el mejor vividero del mundo (pero qué sabe de Medellín el que solo conoce Medellín).
Aquí, donde buscamos siempre el ahogado río arriba y diagnosticamos muy bien las consecuencias, pero nos interesan poco la atención de las causas.
Aquí, donde confundimos resiliencia con desidia.
Aquí, donde tenemos estudiado el tema y usamos palabras como desnutrición, malnutrición, inseguridad alimentaria (todo tan técnico, tan burocrático).
Aquí, digo, estamos a nada de empezar a contar (con la tristeza del caso, por supuesto, con la indignación de otros y la negligencia e indolencia de tantos más) que la gente se está muriendo de hambre porque no tiene dinero para comprar con qué comer. Pero qué importa si al final son ellos, son los otros.
La historia, dicen, es espiral que nunca acaba.
Hay un verso en A Colón, el poema de Rubén Darío, que bien podríamos parafrasear. «¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, ruega a Dios por el mundo que descubriste!», escribió el poeta nicaragüense. «Ser humano, pobre criatura, ruega a dios por el mundo que construiste».
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/