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Fue un miércoles. Lo recuerdo porque en la clase de Mr. Tony, por doce semanas, hubo un examen cada miércoles. Fueron tres meses miedosos que representaron un primer reto de estudio: las tablas de multiplicar. Las primeras cinco semanas fueron fáciles, solo necesitaron un repaso antes. Esas primeras cinco semanas fui capaz, sin uso de la memoria, de contar los números hasta la respuesta. Los miércoles no eran un día para tener miedo hasta ese momento.

Fue la sexta semana cuando mis métodos alcanzaron su límite. Clasificábamos los exámenes juntos. Cuando repasamos el de la tabla del seis, lo pasé por un solo punto de más; saqué 2.1. Supe entonces que me iba a tener que poner las pilas.

No pasó. Llegó la semana de arriba al examen con hileras intimidantes. 7×1, 7×2, 7×3, 7×4. No pasé de la tercera antes de que me blanqueara. A mí lado estaba sentada una amiga juiciosa. Yo sabía, por cómo se movía su lápiz, que no estaba en el mismo problema que yo. Mr. Tony estaba sentado en su escritorio mirando hacia al frente, distraído. Aleja tenía su codo apoyado hacia el lado opuesto al mío. Podía ver, por las afueras de mi mirada, que ahí estaban las respuestas. En ese gris de los trazos suaves de los lápices amarillos. Recordé todo lo que me habían dicho de hacer trampa y se me armó en el estómago un nudo. ¿Vale la pena? ¿Y si me pillan? Pero valdría toda la pena por la buena nota, ¿cierto? Sacaría la misma nota sin haber estudiado como lo hizo Aleja la noche antes. Decidí mirar. Logré coger tres respuestas en el primer vistazo. Las escribí apurado. Volví a mirar y me alcanzó para llenar todas hasta la tabla del nueve. Yo me sabía la del 10 y del 11, que siempre eran fáciles. Hasta ahí lo dejé. Empujé la hoja y me sentí feliz. Saqué 3.3.

Lo recuerdo de manera puntual, no sé muy bien porqué. En el colegio hice trampa muchas veces más. En español en octavo; en historia en noveno y décimo; en pre-calculo en once. Me acuerdo de que en algún punto se volvió una actividad colectiva. Todos sabíamos en qué clases podíamos hacer trampa –los profesores se descuidaban o no les importaba–, y en cuáles no. En algún momento, por el orgullo de querer ser un buen estudiante de verdad, les decía mentiras a mis mejores compañeros de cuándo hacia trampa y cuándo no. Quería aparentar capaz, estudioso, responsable. Fui solapado, hasta un poco mitómano conmigo mismo.

Nunca me pillaron. No de manera comprometedora. Algunas veces sentía culpabilidad, otras veces era razón de risas en los cuentos de los recreos. No sentía que fuera una actividad constante. Era parte del colegio.

Pero también fue parte de los juegos que jugaba algunas veces, casi siempre solo. Me gustaban los juegos de estrategia. De manejar compañías u hoteles o aerolíneas. Paraba bolas al principio e intentaba. Pero no me demoraba en buscar en Google “cheats juego xxx”. Bajaba un mod de trampas, desbloqueaba todo lo del juego, lo terminaba y lo borraba. No metía el esfuerzo para las recompensas. Una y otra vez, se lo admito a mis amigos, volteé un dado en cacho para tener un mejor juego; aunque ahora que se calmó mi competitividad me abstengo siempre.

He hecho trampa muchas veces en mi vida. En la universidad no me he atrevido. No creo que lo haré. En el trabajo descubrí que no hay manera y el incentivo de la recompensa es demasiado riesgoso como para no hacer las cosas bien o ponerlo en juego con que lo echen a uno. En el aprendizaje real, no hay trampas ni atajos. Cuando he aprendido idiomas, instrumentos, hobbies o temas, no se me ocurre porque entiendo que el que pierdo soy yo.

Eso aprendí sobre hacer trampa. Para lo que de verdad quiero, no sirve. No para mis relaciones. No para mi carrera. Esas son las cosas que son mías; quizá no como la nota de historia. Esas me importan. No quita que no me da miedo romper una que otra ley y sentirme bien porque no me hayan pillado. En nombre de las risas, o de la facilidad. ¿Seguiré haciendo trampa? Probablemente. Quizá lo único que quiero tener claro es que hay cosas en las que no es admisible, no debe ni acercarse. Romperé un par de toques de queda, no renovaré mi pase y tiraré pólvora; nada revolucionario.

Escribo una columna como un recordatorio: no vale la pena en lo demás. Construir una vida basada en los resultados y no en los procesos siempre será fútil. Igual, soy humano, y quizá me atrevo a decir, todos hemos hecho trampa. Y la seguiremos haciendo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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